domingo, 25 de junio de 2023

EL PREDICAMENTO DEL HONOR EN EL PERIODO FUNDACIONAL DE LA GUARDIA CIVIL.


Discurso de ingreso del Académico Electo Ilmo. Sr. D. Jesús Narciso Núñez Calvo, titulado EL PREDICAMENTO DEL HONOR EN EL PERIODO FUNDACIONAL DE LA GUARDIA CIVIL, leído en el Acto de su Recepción Pública como Académico de Número el 21 de junio de 2023 en la Academia de las Ciencias y las Artes Militares (Madrid).

La laudatio y discurso de contestación correspondieron al Excmo. Sr. Almirante D. Javier Pery ParedesAcadémico de Número. 

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Excelentísimo Señor Presidente de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares, excelentísimas e ilustrísimas autoridades, civiles y militares, excelentísimos e ilustrísimos señores y señoras académicos, señoras y señores:

 

Sean mis primeras palabras para expresar mi más sincero agradecimiento a la Academia de las Ciencias y las Artes Militares, por promoverme en su seno, como Académico de Número, lo cual constituye en lo personal un inmenso honor, pero también una muy grande responsabilidad.

Igualmente, de manera muy destacada, deseo también expresar mi más sincera gratitud a los tres académicos de número que propusieron mi candidatura: el Excmo. Sr. Almirante D. Javier Pery Paredes, el Ilmo. Sr. Coronel de Infantería D. Enrique Domínguez Martínez-Campos y el Ilmo. Sr. Capitán de Navío D. José María Blanco Núñez.

También quisiera extender mi sincero agradecimiento a todos los académicos de número que depositaron su confianza en la candidatura presentada.

Por supuesto, también agradezco muy sinceramente que el Académico de Número, Excmo. Sr. Almirante D. Javier Pery Paredes, haya aceptado dar contestación a mis palabras. Constituye todo un privilegio para mí, que alguien de su categoría, prestigio y trayectoria, militar e intelectual, haya accedido a ello.

Por último, dentro de este breve, pero imprescindible espacio de agradecimientos, deseo ampliarlo a todos ustedes, que tienen la amabilidad y la paciencia de dedicar su precioso y valioso tiempo en acompañarme y escucharme. El tiempo de cada uno de ustedes es oro y lo agradezco de corazón, pues sinceramente considero que es muy importante e interesante, que esta tarde se hable del Honor y de la Guardia Civil.

Y digo Honor con mayúscula, pues el Honor, que no es patrimonio exclusivo de la Milicia, es el mayor valor moral que puede tener, no sólo toda persona de bien, sino toda institución que sirve y se sacrifica en beneficio de los demás. 

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«El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás».

Así reza el artículo primero de la «Cartilla del Guardia Civil», código deontológico del benemérito Instituto, que fue aprobado el 20 de diciembre de 1845 por Real Orden del Ministerio de la Guerra. Isabel II era reina de España y el teniente general Ramón María Narváez Campos, presidente del Consejo de Ministros, firmándola como titular de la cartera del Ministerio de la Guerra.

Dicho texto había sido redactado de la mano del entonces mariscal de campo Francisco Javier Girón Ezpeleta, II Duque de Ahumada y V Marqués de las Amarillas, organizador y primer inspector general de la Guardia Civil. Cuerpo militar de Seguridad Pública, creado por Real Decreto del Ministerio de la Gobernación de la Península, de 28 de marzo de 1844, y organizado por otro del Ministerio de la Guerra, de 13 de mayo siguiente.

Tengo que reconocer que mi primera lectura de la «Cartilla», siendo aspirante en 1980 para ingresar en la Academia de Guardias, sita entonces en la población jienense de Úbeda, me impactó. No era posible decir más y mejor con otras palabras.

En mi caso, procedo de una familia con una larga tradición en la Milicia, principalmente en la Armada, nuestra Marina de Guerra, como decía mi padre, pero también con antecedentes y trayectoria en el Ejército de Tierra y en el Ejército del Aire, si bien, ninguno en la Guardia Civil. 

Si no se hubiera tratado de un Cuerpo militar mi opción de ingreso en la Milicia hubiera sido otra. Sentada esa premisa comencé desde muy joven a profundizar en el conocimiento del benemérito Instituto. Debo reconocer que ese primer artículo de la «Cartilla», donde se invocaba el Honor y qué si se perdía, no se recobraba jamás, siempre me hizo reflexionar.

¿Por qué el Duque de Ahumada invocó, desde el comienzo del código deontológico, el Honor como principal divisa de quienes lo integraban? ¿Y por qué si se perdía no se podía recobrar jamás?

Han transcurrido casi 178 años desde la aprobación de la «Cartilla» y cabría también reflexionar sobre si el concepto del Honor invocado por el Duque de Ahumada, sigue siendo el mismo e incluso, si debe continuar siendo la principal divisa del Guardia Civil. La España y la Sociedad de entonces eran muy diferentes de las actuales. 

¿Debe mantenerse por lo tanto, en la misma esencia y con la misma firmeza, el concepto del Honor adoptado en el periodo fundacional del benemérito Instituto? Si ustedes tienen la amabilidad y la paciencia de acompañarme en este camino, tal vez obtengamos respuesta de todo ello.

Si consultan en Internet la página institucional del Ejército de Tierra, al cual el Cuerpo de la Guardia Civil perteneció durante más de un siglo, podrán leer:

«El honor es un valor esencial para el militar porque actúa como guía de su conducta y como motor que le impulsa a obrar siempre bien en el cumplimiento del deber. Implica la coherencia entre lo que se debe hacer y lo que se hace. Se reconoce, por tanto, en las obras, más que en las palabras.

Actuar con honor significa comportarse con rectitud en toda circunstancia, por encima de intereses y dificultades, con autenticidad y nobleza, demostrando una actitud ejemplar, sobre la que se cimentará el prestigio y la buena reputación.

El honor se basa y fundamenta en una conciencia bien formada, en la que se cultivan con esmero otros muchos valores como la integridad, la caballerosidad, la justicia, la honradez y el respeto a la dignidad propia y ajena».

Pues bien, dicho texto está extraído a su vez de una publicación titulada «Valores del Ejército de Tierra», qué dirigida a todos sus miembros, sin distinción de empleos, cuerpos, escalas, especialidades, funciones u otras categorías internas, respondía a una directriz del Jefe de Estado Mayor del Ejército. 

Éste era entonces el General de Ejército Jaime Domínguez Buj, nuestro hoy presidente de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares.

Entre los valores fundamentales para el militar, que se recogen en dicha publicación, están además del Honor, el amor a la Patria, el compañerismo, la disciplina, la ejemplaridad, el espíritu de sacrificio, el espíritu de servicio, la excelencia profesional, la lealtad, el sentido del deber y el valor. 

Todos ustedes coincidirán en que todos esos valores son fundamentales para todo buen militar. Sin embargo, ¿por qué el Duque de Ahumada lo invocó como principal divisa del Guardia Civil? ¿Tan importante y prioritario era que el Honor encabezase el código deontológico de la nueva institución militar de seguridad pública que acababa de crearse? ¿No podía haber antepuesto cualquiera otro de esos valores fundamentales?

Pues bien, les sigo invitando a todos ustedes a que me acompañen en un viaje en el tiempo y retrocedamos casi un par dos siglos. Para comprender mejor las respuestas a esas preguntas y cuáles fueron las lecciones aprendidas que condujeron al Duque de Ahumada a priorizar el Honor sobre los demás valores fundamentales militares, es necesario realizar un breve recorrido histórico hasta la creación del Cuerpo de la Guardia Civil.

Hay que iniciar exponiendo que la España de las primeras décadas del siglo XIX, padecía graves problemas de muy diverso tipo y condición. Habíamos sufrido una devastadora guerra de seis años de duración contra el invasor francés; se habían emancipado, tras una ruinosa campaña, buena parte de los españoles del otro hemisferio, como los denominaba nuestra Carta Magna de 1812; se había vuelto a producir una nueva invasión francesa, esta vez para restaurar a Fernando VII en la plenitud de sus poderes absolutistas, poniendo fin al llamado «Trienio Liberal»; y acabábamos prácticamente de salir de nuestra primera Guerra Carlista, que no dejaba de ser realmente una guerra civil.

Fruto de todo ello, si pésima era la situación económica en la que había quedado España, mucho peor era aún la seguridad pública del país.

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La Constitución de 1812, sin perjuicio del denominado «Ejército permanente», al que el artículo 356 encomendaba «la defensa exterior del estado y la conservación del orden interior», intentó implantar una solución definitiva para dicho problema. 

Dispuso en su artículo 362, la creación en cada provincia de cuerpos de milicias nacionales, de ámbito local, compuestos por habitantes de cada una de ellas, en proporción a su población y circunstancias.

El 18 de abril de 1814, estando todavía Fernando VII, en «ausencia y cautividad», se aprobó por las Cortes su reglamento provisional, asignándosele entre sus funciones las de patrullas de seguridad pública y las de perseguir y aprehender en el pueblo y su término, a los desertores y malhechores. 

Aquello no tuvo apenas recorrido, pues expulsado el invasor francés y restituida la plenitud de poderes a Fernando VII, la Constitución de 1812 quedó sin efecto. No obstante, lo cierto es que era imprescindible una institución de seguridad pública que velase por el orden y la ley. 

Hubo un tímido e inicial intento con la aprobación del Real Decreto de 15 de marzo de 1815, al aprobarse el Reglamento provisional de Policía, pero sólo circunscrito a Madrid, capital del Reino, ciudad dividida entonces en doce cuarteles o barrios. Todavía no existía institución de seguridad pública alguna.

Se tuvo que esperar al comienzo de mentado «Trienio Liberal» (1820-1823), para el establecimiento de la Milicia Nacional por Real Decreto de la Junta Provisional, de 25 de abril de 1820, y la consiguiente aprobación de su reglamento, que no modificó las funciones recogidas en el redactado seis años antes.

Dado que la Milicia Nacional, por su configuración, composición y falta de adiestramiento de sus componentes, imposibilitaban garantizar la seguridad pública, se presentaría ante las Cortes, el 30 de julio de 1820, un proyecto pionero que era realmente interesante y novedoso. 

Se trataba de crear la «Legión de Salvaguardias Nacionales», un Cuerpo, de naturaleza militar y ámbito estatal, que pretendía «el exterminio de los malhechores y la seguridad en los caminos, objeto principal de su instituto, cuyas circunstancias no se han podido lograr jamás a pesar de las medidas del Gobierno y de los esfuerzos y sacrificios de los pueblos».

Su promotor fue el teniente general Pedro Agustín Girón Las Casas, I Duque de Ahumada, ministro de la Guerra y padre del futuro organizador de la Guardia Civil. Lamentablemente el proyecto fue rechazado por las Cortes al considerarse, «medida atentatoria a la libertad y desorganizadora de la Milicia Nacional»

Como el grave problema de la seguridad pública, no sólo seguía persistiendo, sino que se agudizaba cada vez más, se dictó un nuevo Reglamento provisional de Policía, aprobado por Decreto de las Cortes, de 6 de diciembre de 1822. 

Como sólo existía el concepto, pero todavía ningún cuerpo policial, su Capítulo V, dedicado a la seguridad en los caminos, disponía quienes debían garantizarla. En primer lugar, las tropas del Ejército permanente. En defecto de éstas, y cuando fuera necesario auxiliarlas, la Milicia Nacional local. Y si aún, así todo ello no fuera suficiente, las partidas de escopeteros, sufragadas económicamente por las diputaciones provinciales.

Al año siguiente, en 1823, se aprobó por las Cortes la Ley de 3 de febrero, sobre la «Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias». En ella se establecía que competía a los alcaldes, bajo la inspección de los jefes políticos (figura creada en la Constitución de 1812 y antecesora de los gobernadores civiles), la conservación de la tranquilidad y del orden público, así como la seguridad y protección de las personas y bienes de los habitantes de sus respectivos distritos. 

Para ello, dado que se seguía careciendo de un cuerpo de seguridad pública, se disponía en el articulado de su Capítulo III, que podían disponer de la «Milicia Nacional local», la cual estaba directamente a sus órdenes para esos menesteres, o requerir el auxilio del «Ejército permanente» o de la «Milicia Nacional activa» que se hallare en su pueblo. Y si no hubiera dichas fuerzas, podían solicitarlas al jefe político de la provincia para que éste, a su vez, lo peticionara al jefe militar correspondiente.

La creación, once meses más tarde, de la Policía General del Reino, por Real Decreto de 8 de enero de 1824, tampoco vino a resolver el grave problema de seguridad pública que España padecía, pues entre otras debilidades se trataba de una institución que carecía de fuerza uniformada y armada propia. De hecho, en su artículo XV, se recogía la necesidad de implantar en aquella España rural de la época, «un Cuerpo militar especialmente encargado de la seguridad de los pueblos y de los caminos».

La Policía General del Reino sería dotada el 20 de febrero siguiente, de un reglamento que apenas tres años después, otra Real Orden de 14 de agosto de 1827, lo revisó y modificó, procediéndose a una significativa reducción de personal y presupuestos, así como de atribuciones y competencias.

Tras no pocas vicisitudes, que serían largas de relatar y nos alejarían del propósito de este discurso, que es llegar a reflexionar sobre el Honor y la Guardia Civil, aquella institución de seguridad pública, que nunca llegó a tener la categoría de Cuerpo, pues carecía de los requisitos legales para ello, ni alcanzó nunca el despliegue territorial inicialmente previsto, terminó siendo abolida -lo que quedaba de ella- por Real Decreto de 2 de noviembre de 1840.

Durante ese periodo, y dados los frustrados proyectos de los Celadores Reales, creados en 1823 y desaparecidos hacia 1828; así como el de los Salvaguardias Reales, creados en 1833 y disueltos en 1839, dependientes de la Superintendencia General de Policía que también terminó por desaparecer, sólo disponía, conforme su norma fundacional, de sus alguaciles y dependientes. En caso necesario podía invocar el auxilio de los comandantes militares, de los ayuntamientos, jueces y tribunales, de los jefes de la Real Hacienda, «y de cuantos tengan fuerza armada de que disponer».

Por lo tanto, abolida como tal la institución policial, en su faceta denominada textualmente como «Policía secreta», profundamente desacreditada ante la opinión pública, dado su carácter represivo-político, se retornó al modelo dispuesto en la Ley de 3 de febrero de 1823, sobre la «Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias». Es decir, la competencia de la seguridad pública volvía a los alcaldes, bajo la inspección de los jefes políticos, y en los términos descritos en su momento. 

A pesar de que, en el mentado Real Decreto de abolición, de 2 de noviembre de 1840, se disponía que se propondría con urgencia, la organización que debía tener la policía de protección y seguridad pública, ejercida por las autoridades que la ley reconocía, la realidad es que ello se fue demorando durante más de tres años.

El 30 diciembre de 1843 se derogó la mentada Ley de 3 de febrero de 1823, al aprobarse esa misma fecha la ley de organización y atribuciones de los ayuntamientos. Aunque sancionada el 14 de julio de 1840 no se había publicado y por lo tanto no había entrado en vigor, habiendo tenído que realizarse previamente algunas modificaciones.

En materia de seguridad pública se continuó la línea que establecía la norma anterior. Correspondía al alcalde de cada municipio, como delegado del Gobierno y bajo la autoridad política superior de la provincia, «ejecutar las medidas protectoras de la seguridad personal, de la propiedad y de la tranquilidad pública, que estuvieren prescritas por las leyes o por las autoridades superiores». A tal efecto, dispondría de la Milicia Nacional, y la autoridad militar debía facilitar la fuerza armada que fuera necesaria.

El desolador escenario que se padecía en materia de seguridad pública y el perjuicio que se causaba al Ejército permanente y Milicias, quedó perfectamente reflejado en una carta que el ministro de la Guerra, mariscal de campo Manuel de Mazarredo Mazarredo, escribió justo al día siguiente de la publicación del nuevo texto citado, 31 de diciembre, al ministro de Gobernación de la Península e Islas adyacentes, José Justiniani Ramírez de Arellano, marqués de Peñaflorida: 

«Siendo continua la diseminación en que se encuentra la mayor parte de las tropas de Infantería, Caballería y Milicias, a causa de la persecución de ladrones y malhechores de todas especies a que están constantemente destinadas en innumerables partidas y destacamentos, en términos de no poder atender como conviene al servicio de las guarniciones y demás que les son peculiares; y no pudiendo esto dejar de producir males inmensos, como V.E. conocerá, a la disciplina del Ejército …; se hace preciso tratar de remediarlo, lo cual pudiera hacerse por medio de una fuerza pública que bajo dependencia inmediata del Ministerio de la Gobernación del digno cargo de V.E. y con la denominación que fuese más adecuada, se organizase convenientemente, relevase a las tropas de aquel servicio y se encargase de él en todos los pueblos, caminos y demás puntos de la superficie de la península».

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Dicha carta marcaría el punto de inflexión hacia un nuevo modelo de seguridad pública que comenzaría a dar sus primeros pasos de la mano del gobierno presidido por Luis González Bravo. Casi un mes después se creaba por Real Decreto de 26 de enero de 1844, en el seno del Ministerio de la Gobernación de la Península, el Ramo de Protección y Seguridad.

Tras reconocerse en su texto que, «la abolición completa de la policía trae su origen del año 1840», se afirmaba que era indispensable que el gobierno pudiera, «velar eficazmente por las personas y los bienes de todos», abogándose por la creación una nueva institución de seguridad pública.

Comenzaba su articulado decretando que el servicio de protección y seguridad pública estaría exclusivamente a cargo del Ministerio de Gobernación de la Península, y de sus respectivos agentes en las provincias. Y finalizaba, disponiendo en su artículo 10º, que el ministro debía proponer, «con la urgencia que el servicio público reclama, la organización de una fuerza especial destinada a proteger eficazmente las personas y las propiedades, cuyo amparo es el primer objeto del ramo de protección civil».

Tan sólo dos meses más tarde, todavía bajo la presidencia de González Bravo, se dictó el Real Decreto de 28 de marzo siguiente, que disponía la creación de, «un Cuerpo especial de fuerza armada de Infantería y Caballería, bajo la dependencia del Ministerio de la Gobernación de la Península, y con la denominación de Guardias Civiles».

El objeto del mismo era «proveer al buen orden, a la seguridad pública, a la protección de las personas y de las propiedades, fuera y dentro de las poblaciones». Si bien se creaba como un cuerpo de carácter civil, se disponía que, en cuanto a organización y disciplina, dependería de la jurisdicción militar.

Es decir, se creaba por fin, en el seno de una institución de seguridad pública, una fuerza policial uniformada y armada para poder velar con medios propios por el orden y la ley. Todo ello, tal y como había requerido el ministro de la Guerra, con el firme propósito de no tener que volver a depender del Ejército permanente, ni de la Milicia, ni de ninguna otra institución pública que dispusiera de personal armado. 

Lo que nunca tuvo ni dispuso la extinta Policía General del Reino, ni ninguna otra institución similar anterior, se consiguió por fin para el recién creado Ramo de Protección y Seguridad. Y no sólo eso, sino que por fin había el firme propósito de desplegarlo real y físicamente por todo el territorio nacional. 

El inicio de su exposición de motivos dejaba perfectamente claro su entroncamiento con el mentado Real Decreto de 26 de enero anterior. Tras referenciarlo expresamente, se afirmaba que: «El Gobierno ha menester una fuerza siempre disponible para proteger las personas y las propiedades; y en España, donde la necesidad es mayor por efectos de sus guerras y disturbios civiles, no tiene la sociedad ni el Gobierno más apoyo ni escudo que la milicia o el Ejército, inadecuados para llevar este objeto cumplidamente o sin perjuicios».

Resulta de interés a los fines del presente discurso que, en el artículo 18 y último del mentado texto de creación del «Cuerpo de Guardias Civiles», se disponía que «un Reglamento especial, determinará el orden y los pormenores del servicio, los premios que hayan de establecerse para recompensar el mérito, y los derechos que tendrán el goce de algunos empleos en el Ramo de Protección y Seguridad Pública, los que se distingan por su aptitud, honradez y constante celo».

Por lo tanto, en el primer texto fundacional, que como se verá seguidamente no sólo no llegó a ser desarrollado, sino que fue modificado sustancialmente en la mayor parte de sus conceptos, aunque no en su esencia novedosa, se ponía expresamente en valor la «honradez». Todavía no había llegado el momento de hacerlo con el «Honor»

Dos semanas después, por Real Orden de 12 de abril siguiente, dimanante del también del Ministerio de Gobernación, se produjo otro punto de inflexión, al disponerse que la organización del nuevo Cuerpo correspondiese al Ministerio de la Guerra. 

La razón de ello, fruto del exceso de cuadros de mando existente tras la finalización de la Primera Guerra Carlista, era el deseo de la Reina Isabel II, de «ofrecer un alivio y una recompensa a la clase militar que tan acreedora se ha hecho por su lealtad, su valor y su constancia durante la última guerra y en repetidas ocasiones.»

Tres días más tarde se dictó otra real orden, ya del Ministerio de la Guerra, mediante la que se comisionaba al II Duque de Ahumada, Francisco Javier Girón Ezpeleta, como director de organización de la Guardia Civil. Éste se encontraba entonces destinado en Barcelona, como «Inspector General Militar»

El 20 de abril, tan sólo cinco días después, elevó a los ministros de Estado y de Guerra, un detallado informe en el que expuso sus enmiendas y reparos al contenido del mentado real decreto de 28 de marzo. Fue fruto de las lecciones aprendidas de las anteriores instituciones, al objeto de evitar los mismos errores que impidieron su consolidación y desarrollo, así como la base del proyecto de su padre sobre la «Legión de Salvaguardias Nacionales».

Fue tan convincente en su exposición y motivación que se le autorizó a redactar una nueva propuesta, la cual nominó «Bases necesarias para que un General pueda encargarse de la formación de la Guardia Civil».

El 3 de mayo se produjo un hecho trascendental para el futuro de la nueva institución, la cual se ha dispuesto su creación pero que todavía no se había constituido como tal ni mucho menos comenzado a organizarse. El teniente general Narváez, hasta entonces capitán general de Castilla la Nueva, tras asumir la presidencia del Consejo de Ministros y la cartera del Ministerio de la Guerra, dispuso la continuidad del Duque de Ahumada como organizador de la Guardia Civil y apoyó firmemente sus propuestas de modificación.

Fruto de todo ello, fue diez días más tarde, el Real Decreto de 13 de mayo de 1844, por el que se forjó, firme y definitivamente, su naturaleza militar, procediéndose a sentar los pilares fundamentales de su organización y puesta en marcha.

Tal y como se exponía en su preámbulo, el nuevo Cuerpo, «en todas partes y en todas ocasiones se ha de presentar como el primer agente del Gobierno y el primer sostenedor de la tranquilidad y seguridad pública». Quedó sujeto, según se disponía en su artículo 1º, al «Ministerio de la Guerra por lo concerniente a su organización, personal, disciplina, material y percibo de sus haberes, y del Ministerio de la Gobernación por lo relativo a su servicio peculiar y movimiento».

Mención especial merece la acertada reflexión que también se hacía en el preámbulo de dicho texto sobre la dotación económica a percibir por los guardias civiles, pues si ésta, «no es la indispensable para proporcionar una subsistencia cómoda y decente, no solicitarán tener entrada en la Guardia Civil aquellos hombres que por su disposición y honradez se necesita atraer». Es decir, qué si se deseaba contar con personal honrado, debía comenzarse por proporcionarles un sueldo digno.

Mientras se desarrollaban las tareas propias de reclutamiento, en las que se exigía, tanto al personal en activo procedente del Ejército como al ya licenciado, carecer de nota desfavorable alguna, se procedió a su adiestramiento y equipamiento, así como a la elaboración y desarrollo de los textos doctrinales para su funcionamiento y organización. 

Así, por Real Decreto del Ministerio de la Gobernación, de 9 de octubre de 1844, se aprobó su Reglamento de Servicio, disponiéndose en su artículo 1º que el nuevo Cuerpo tenía por objeto fundamental, «la conservación del orden público; la protección de las personas y las propiedades, fuera y dentro de las poblaciones; así como el auxilio que reclamase la ejecución de las leyes».

Seis días después, el 15 concretamente, se establecía mediante otro real decreto, esta vez del Ministerio de la Guerra, su Reglamento Militar, ya que, si bien le eran de aplicación a la Guardia Civil, las Ordenanzas Militares de Carlos III de 1768, se hacía necesario establecer algunas reglas especiales y particulares.

En el articulado de dicho reglamento, el Duque de Ahumada puso ya de manifiesto el requisito irrenunciable de la honestidad y moralidad que debían poseer quienes aspirasen a ingresar en la Guardia Civil. Concretamente fue en el artículo 2º del Capítulo II, que trataba sobre el reclutamiento. 

Entre los requisitos exigidos se precisaban los de, «haber obtenido buena y honorífica licencia, habiendo servido en el Ejército o en la Marina», respecto a los que ya hubieran cumplido su servicio en la Milicia; presentar justificante firmado por el jefe del Cuerpo acreditando excelente conducta y aptitud, en el caso de los que estuviesen prestado servicio militar; y para aquellos que no lo hubieran sido, informe del alcalde y párroco de su domicilio.

Hay que recordar que dicho reglamento se aprobó el 15 de octubre de 1844, siendo la primera vez que se incluyó en un texto normativo de la Guardia Civil el vocablo «Honor», si bien todavía no se le daba la preferencia que tendría al año siguiente al redactarse la «Cartilla».

En el artículo 1º del Capítulo VI, se establecía que, «la disciplina, que es el elemento más principal de todo cuerpo militar, lo es aún y de mayor importancia en la Guardia Civil, puesto que la diseminación en que ordinariamente deben hallarse sus individuos, hace más necesario en este Cuerpo, constante emulación, ciega obediencia, amor al servicio, unidad de sentimientos y honor, y buen nombre del Cuerpo. Bajo estas consideraciones, ninguna falta es disimulable en los Guardias Civiles».

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Durante los últimos meses de 1844 se fueron desplegando por toda la Península buena parte de las unidades previstas en el planeamiento inicial, venciendo toda clase de dificultades que no fueron pocas.

En apenas cinco meses desde su creación, el nuevo Cuerpo ya estaba cumpliendo los cometidos que le habían sido encomendados y contaba con una organización, una estructura, una plantilla, un reglamento de servicio y un reglamento militar. Sin embargo, le faltaba lo que realmente sería más importante: un código deontológico que fijase las reglas éticas por las que debían regirse quienes formasen parte de la Guardia Civil.

El Duque de Ahumada era plenamente consciente de la trascendencia que tenía dotar al nuevo Cuerpo de unos estrictos principios éticos y unos rectos valores morales, razón por la cual su redacción constituyó una de sus máximas prioridades.

Bien es cierto que ninguna de las instituciones de seguridad pública que habían precedido a la Guardia Civil, ni había contado con un código ético ni había llegado a contar con tan firme voluntad política para su implantación y despliegue territorial, dotándosele de los presupuestos y medios necesarios para ello. 

Pero también era verdad que la situación de seguridad pública era entonces tan penosa en España que no podía seguir degradándose más sin que quienes tenían la responsabilidad de gobernarla, decidieran afrontar resolutivamente tan grave problema que impedía el desarrollo económico y prosperidad de la nación.

Se había creado por lo tanto, el primer cuerpo de seguridad pública de carácter estatal y ámbito nacional, pero para su consolidación y permanencia en el tiempo, sin que le afectasen los cambios de gobierno, el Duque de Ahumada tenía perfectamente claro que la honestidad y moralidad de todos y cada uno de los que integraban el nuevo Cuerpo de la Guardia Civil, constituían un pilar fundamental. 

Para ello había que comenzar haciendo una estricta y rigurosa selección, en todos los empleos, de quienes iban a formar parte del benemérito Instituto. Debían ser escogidos entre los mejores y siempre entre aquellos cuya conducta, no sólo en la vida militar, había sido intachable.

Era fundamental que los hombres que integrasen la Guardia Civil debían tener inculcados unos recios principios de honestidad y moralidad, ya que la falta de ello en modelos anteriores de instituciones de seguridad pública había perjudicado letalmente, entre otros factores, el devenir y supervivencia de las mismas.

Un repaso de las hemerotecas de la época acredita sobradamente que la falta de honestidad y de moralidad en una parte de los servidores públicos encargados de velar por el orden y la ley, se había convertido en la mayor vulnerabilidad de las instituciones a las que pertenecían y por lo tanto en la causa principal de su desprestigio.

A este efecto, resulta muy ilustrativa la circular que, el 3 de septiembre de 1844, dirigió el Duque de Ahumada al coronel jefe del Depósito de organización de la Guardia Civil en Madrid, donde se estaban encuadrando e instruyendo las fuerzas de Infantería en Leganés y de Caballería en Vicálvaro.

En ella, le decía que la primera educación de los individuos que iban teniendo entrada en el Cuerpo, debía ser una de sus principales atenciones. Para lograrlo, era necesario que gradualmente se les fuera imbuyendo de la importancia del empleo que iban a ejercer, debiendo desempeñarlo con la mayor honradez, circunspección y decoro.

Hay que destacar que, en esos primeros momentos fundacionales de la Guardia Civil, tal y como se observará a continuación, lo que se pone en valor es la honradez, la honestidad, pero todavía el Duque de Ahumada no había invocado el concepto del Honor en el seno de sus hombres.

En enero de 1845 la Guardia Civil ya estaba presente y desplegada en la mayor parte de las provincias, prestándose servicios muy relevantes en beneficio de la seguridad pública que fueron debidamente recogidos por la prensa de la época. 

Había llegado el momento de empezar a impartir instrucciones concretas sobre el comportamiento ético, la honestidad y la moralidad de los guardias civiles. La verdad es que no se podía demorar más, ni esperar a la redacción y aprobación de un código de conducta que bien seguro ya tenía previsto el Duque de Ahumada, pero que no había tenido todavía el debido tiempo y sosiego para ello.

Es por ello que, el día 16 de ese mes de enero de 1845, dirigiría a los jefes de Tercio, unidades de la Guardia Civil que agrupaban bajo el mando de un coronel o teniente coronel, varias provincias, una importantísima circular cuyo trascendental contenido, asumiendo circulares anteriores, constituiría la firme cimentación sobre la que elaboraría la«Cartilla del Guardia Civil».

En dicha circular, el Duque de Ahumada definiría el conjunto de cualidades morales que debían tener y mantener los componentes del Cuerpo. La obligación de la cadena de mando no sólo debía ser riguroso ejemplo de ello sino también velar por su más estricto cumplimiento.

La Circular comenzaba afirmando que la fuerza principal de la Guardia Civil había de consistir primero en la buena conducta de todos los individuos que lo componían. Un repaso a la hemeroteca, para consultar la prensa de la época anterior a la creación del benemérito Instituto, hace fácilmente entendible la importancia que tiene la conducta ejemplar, pública y privada, de quienes tenían la misión y la responsabilidad de velar por la ley y el orden.

Para ello, precisaba seguidamente que los principios generales que debían servir de guía eran la disciplina y la severa ejecución de las leyes. El Guardia Civil, y lo escribía con mayúsculas siempre que se refería a él, pues con ello englobaba todos los empleos, debía saber atemperar el rigor de sus funciones, «con la buena crianza, siempre conciliable con ellas», pues de ese modo se ganaría la estimación y consideración pública. Es decir, el respeto de aquellos a los que tenía la obligación de velar para que cumplieran las leyes, pero a los que también tenía que proteger.

Frente a la posibilidad de que la persona a la que hubiera que proteger tuviera más temor de su supuesto protector que de quien pudiera ser su agresor, el Duque de Ahumada preconizaba pedagógicamente que el Guardia Civil solo debía resultar temible a los malhechores y los únicos que debían temerlo eran los enemigos del orden, pero nunca las personas de bien.

Para ello, y con el fin de granjearse el aprecio y el respeto público, el Guardia Civil debía constituir un modelo de moralidad, siendo el primero en dar ejemplo del cumplimiento de las leyes y del orden, ya que era el responsable de hacerlas cumplir y mantenerlo, respectivamente.

El Duque de Ahumada, consciente de las debilidades y vulnerabilidades que habían desacreditado a los componentes de instituciones anteriores, consideraba fundamental fortalecer y prestigiar la figura e imagen pública del Guardia Civil, el cual debía ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza. Imposible definirlo mejor con menos palabras.

Realmente dicha uniformidad moral era todo un reto bastante inusual para la época, ya que ello debía asumirse y exigirse a todos los miembros del Cuerpo, sin distinción de empleo. Así debía ser si realmente se quería prestigiar y fortalecer la Institución.

La buena actitud y el comportamiento ejemplar de sus componentes eran factores muy importantes para ganarse en primer lugar, el respeto de la opinión pública y seguidamente obtener el debido reconocimiento. Es por ello, que el Duque de Ahumada, perfecto conocedor de reprobables conductas anteriores en otras instituciones, vetó expresamente y desde el primer momento las vejaciones, los malos modos y la grosería altanera de cualquier clase. Ese no podía ser en modo alguno el estilo del Guardia Civil, pues así ni se obtenía el necesario respeto ni se alcanzaba el deseado prestigio.

Tal y como afirmaba el Duque de Ahumada en esa circular, los enemigos del orden de cualquier especie, temerían más a un Guardia Civil que estuviera sereno en el peligro, fuera fiel a su deber y actuara siempre dueño de su cabeza, es decir, con sentido común. El Guardia Civil que desempeñase sus funciones con dignidad, decencia y firmeza, obtendría muchos mejores resultados que aquél que con amenazas y malas palabras solo conseguiría malquistarse con todos.

Pero esa atención sobre la actitud, comportamiento y conducta del Guardia Civil no debía limitarse exclusivamente al tiempo que estuviera prestando servicio, pues su honestidad y moralidad debían mantenerse intachables en todo momento.

Por lo tanto, se ordenaba que el Guardia Civil nunca debía reunirse con malas compañías, no debiendo entregarse a diversiones impropias de la gravedad y mesura de la Institución. A tal efecto, ya había dictado anteriormente la referida Circular de 3 de septiembre de 1844, dando instrucciones para la educación de los individuos que iban ingresando en el Cuerpo y prohibiendo que asistieran a juegos de mesa y casas de bebidas.

En el Ejército permanente las unidades siempre estaban reunidas, aunque fuera en sus escalones más inferiores, bajo el mando directo de sus oficiales, pudiendo vigilar por sí mismos, entre otras cuestiones, la moralidad de sus hombres. Sin embargo, en la Guardia Civil, que contaba con un reducido cuadro de mandos al frente de las compañías provinciales y sus secciones, las unidades subordinadas estaban constituidas a su vez, por otras de menor entidad, denominadas, «brigadas» e incluso «medias brigadas», al mando de sargentos y cabos, estaban muy distantes entre sí dada la amplitud de su despliegue territorial. 

Dicha diseminación de lo que con el paso del tiempo se denominarían «puestos», motivaría que, en ausencia, por cualquier circunstancia, de sus sargentos y cabos, fuesen los empleos más modernos del escalafón, es decir, guardias de 1ª o 2ª clase, los que tuvieran que hacerse cargo del mando interino o accidental de los mismos. 

Es por ello, que era fundamental que todos los componentes de una unidad de la Guardia Civil, por reducida que fuera, y aunque actuasen aislados, tuvieran y mantuvieran los mismos grados y conceptos de moralidad y honradez, constituyendo por lo tanto valores prioritarios a imbuir y a mantener.

La mentada circular de 16 de enero de 1845 concluía afirmando que se era consciente de que inculcar todos esos principios expuestos, y otros de diferente naturaleza que también se debían exigir rigurosamente, a todos los componentes de la Guardia Civil, no era obra de un día, de una semana, ni de un mes, pero que debía lograrse pues era indispensable para el Cuerpo. Y para conseguirlo, no debía perdonarse medio alguno de cuanto el celo de cada jefe de Tercio estimara oportuno, debiendo observarse las circunstancias particulares de cada uno de sus subordinados.

El Duque de Ahumada dio de plazo hasta la revista que habrían de pasar dichos mandos en 1º de abril de 1846, debiendo de hacer una especial observación sobre las cualidades morales e intelectuales de cada uno de sus individuos. Caso que alguno no las tuviera, debía ser propuesto para su separación del servicio.

Apenas transcurridos tres meses, y con la experiencia que se fue adquiriendo, como consecuencia de las lecciones aprendidas, el Duque de Ahumada volvió a dictar otra circular, de 23 de abril de 1845, en la que daba nuevas instrucciones, profundizando en las anteriormente impartidas.

Una de las principales vulnerabilidades que ya habían padecido anteriores instituciones de seguridad pública, ya desaparecidas, era la corrupción de algunos de sus integrantes, como consecuencia de sobornos, bien con dádivas o de cualquier otra manera. 

Al estar los guardias civiles diseminados en pequeños núcleos de población, distantes entre sí, y no encontrarse bajo el control y vigilancia permanente de sus mandos directos, ya que prestaban servicio de forma aislada, incluso por parejas, era necesario inculcarles e imbuirles de los debidos valores morales que fortalecieran el orgullo de pertenencia al Cuerpo.

Al Duque de Ahumada le preocupaba concretamente, los riesgos potenciales derivados de la relación de guardias civiles con determinadas personas del ámbito civil, establecidas fuera del ámbito del servicio, que podían terminar degenerando en conductas indecorosas, deshonrosas e incluso delictivas que pudieran, además, mermar o perjudicar la imagen pública de la Institución.

Es por ello, que en dicha circular impartió instrucciones con el propósito, «de procurar por cuantos medios sean posibles, el menor roce de los Guardias con los paisanos; y para ello es de necesidad, el que no se ajusten para comer en casas particulares, y en especial en bodegones y tabernas, en donde es muy difícil, que tan jóvenes como en el día son la mayor parte de los Guardias Civiles, dejen de contraer amistades, y relaciones peligrosas»

Por tal motivo ordenó que, en todos los destacamentos permanentes, los guardias civiles solteros comieran reunidos, se adquiriesen mesas, bancos, manteles y platos, a fin de que comieran con «la debida decencia».

Hay que significar que el Duque de Ahumada hablaba entonces en sus circulares, de honradez, moralidad, decencia, etc., pero todavía no hablaba del «Honor»

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En esa época, además del Ejército y la Marina, el otro Cuerpo uniformado y armado de ámbito estatal que existía en España era el de Carabineros del Reino, también de carácter militar. Había sido reorganizado bajo dicha denominación por Real Decreto de 11 de noviembre de 1842.

La defraudación y el contrabando era otro de los grandes problemas que tenía la España de las primeras décadas del siglo XIX. Si entraba mercancia extranjera en territorio nacional por puntos habilitados o no habilitados, por costas y fronteras, sin ser despachada ni abonados los aranceles e impuestos correspondientes, se causaba un grave perjuicio a la Hacienda del Estado. Además, se perjudicaba seriamente el comercio de los productos nacionales al quedar en desventaja económica y no poder competir.

Al igual que ocurrió con la seguridad pública, al inicio de la segunda década del siglo XIX tampoco existía un cuerpo armado específico de ámbito estatal, que procediera a la prevención y persecución del fraude y el contrabando, teniendo que recurrirse también con frecuencia, al auxilio del Ejército.

De hecho, durante el mentado Trienio Liberal había llegado a crearse el Resguardo Militar de Hacienda, de efímera existencia. Igualmente pasó posteriormente, con la formación, por Real Orden de 27 de febrero de 1825, de una columna especial de Infantería y Caballería del Ejército, para perseguir el contrabando y auxiliar al Resguardo de Hacienda, lo cual tampoco llegó a ser eficaz.

Hubo un momento que parecía que iba a darse una solución conjunta a ambos problemas, seguridad pública y defraudación, cuando se dispuso por Real Decreto de 13 de mayo de 1827, «que por el Ministerio de la Guerra se procediese a la creación de una fuerza especial, separada del Ejército, que velara por los caminos, que asegurara la tranquilidad del reino, hiciese respetar la justicia y persiguiese o contribuyese a la persecución de los defraudadores de la Real Hacienda».

Poco podía pensarse en 1827, que más de un siglo después ello sería una tardía pero eficaz y eficiente realidad, cuando por la Ley de 15 de marzo de 1940, el Cuerpo de Carabineros pasó a integrarse en el de la Guardia Civil. Sin embargo, aquella oportunidad histórica que con acertada visión de futuro tuvo en 1827 el gobierno presidido por Manuel González Salmón, para encomendar ambas misiones a un único cuerpo de naturaleza militar, tuvo que esperar mejor ocasión.

El caso es que finalmente sólo se optó por crear por Real Decreto de 9 de marzo de 1829, el Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras para impedir y perseguir el contrabando y la defraudación. Su inspector general sería el mariscal de campo José Ramón Rodil Campillo, marqués de Rodil, que dependía directamente del Secretario de Estado y Despacho Universal de Hacienda.

Tras el fracaso de modelos anteriores, al igual que había acontecido en materia de seguridad pública hasta que se llegó a la creación de la Guardia Civil, se consideró, según se hacía constar en el preámbulo del referido real decreto, que «solo la formación de un cuerpo militar especialmente aplicado a destruir el contrabando, …, organizado con sus buenas condiciones militares, y no heterogéneamente compuesto, dirigido y mandado por gefes (sic) familiarizados con el mando, la rapidez del servicio y la disciplina, fundado sobre el honor militar, y animado de este espíritu: …».

Esta redacción es muy importante, ya que no cita la honradez o la honestidad, para afrontar y combatir la corrupción de las instituciones creadas anteriormente para combatir el contrabando y la defraudación. Invoca el «honor militar»

Tras múltiples y fallidos intentos de instituciones de carácter civil que, al carecer de fuerza propia, uniformada y armada, sujeta a un estricto régimen jerarquizado, tenían que estar requiriendo el constante apoyo de fuerzas del Ejército permanente, el régimen de Fernando VII llegó a la absoluta convicción de que la única solución era crear un cuerpo específico, de naturaleza militar. 

Y la verdadera razón de ello es que la necesaria moralidad de quienes tenían que asumir la responsabilidad de perseguir contrabandistas y defraudadores del fisco, debía estar fundada sobre el honor militar y animada de ese espíritu.

¿Por qué? Pues porque el Honor es un valor fundamental que cuando se tiene y se mantiene no tiene cotización económica. Tal y como refiere en la actualidad la publicación «Valores del Ejército de Tierra», referida al inicio de mi discurso, «actuar con honor significa comportarse con rectitud en toda circunstancia, por encima de intereses y dificultades, con autenticidad y nobleza, demostrando una actitud ejemplar, sobre la que se cimentará el prestigio y la buena reputación».

El contrabandista y el defraudador siempre que tienen opción, intentan corromper y sobornar a quienes tienen la misión y la responsabilidad de su persecución. Dado que las dádivas económicas suelen ser muy sustanciosas y superiores al sueldo que se percibe, no hay mayor respaldo moral que el honor porque en quien lo tiene y mantiene, actúa como guía de conducta y como motor que le impulsa a obrar siempre bien en el cumplimiento del deber.

Por Real Decreto de 15 de mayo de 1848 se resolvió que el Cuerpo de Carabineros dependiese en lo sucesivo del Ministerio de la Guerra en su organización y disciplina, y del Ministerio de Hacienda en todo lo relacionado con el servicio. Un formato similar al que llevaba funcionando la Guardia Civil desde su creación en 1844.

Sin embargo, llama la atención y no está suficientemente explicado que, siendo Carabineros el primero en invocar en 1829 el «honor militar», como valor fundamental de la razón de ser del propio Cuerpo, terminase reconduciendo dicho vocablo hasta el de «moralidad», el cual sería utilizado hasta su extinción en 1940, bajo el lema corporativo de «Moralidad y lealtad, valor y disciplina».

Si acudimos al diccionario de la Real Academia Española, define a estos efectos la «Moralidad», como «conformidad de una acción o doctrina con los preceptos de la moral». Y ésta, como «doctrina del obrar humano que pretende regular el comportamiento individual y colectivo en relación con el bien y el mal y los deberes que implican».

En cambio, el «Honor», queda definido como «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo».

Pueden parecer conceptos similares, y de hecho están íntimamente interrelacionados, pero no significan estrictamente lo mismo ya que dentro del amplio espectro de la «Moralidad», siempre entendida en el buen fin de la misma, el «Honor», está revestido de una mayor concreción que no admite flexibilidad en la interpretación sobre el correcto proceder.

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Pero antes de seguir profundizando en el concepto del «Honor», en la Guardia Civil, resulta interesante conocer cuál era la visión que en aquella época se tenía de ello en la Milicia y cómo se contemplaba en los textos normativos entonces vigentes.

En primer lugar, hay que significar que cuando se empleaba el vocablo «Honor», en el ámbito individual del militar, aquél se refería exclusivamente al oficial. Desde 1768, tiempos del Rey Carlos III, se encontraban en vigor las «Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina, subordinación, y servicio de sus Exercitos (sic)». En el artículo 12 del Título XVII, relativo a «Órdenes generales para Oficiales», contenido a su vez en el Tratado Segundo del Tomo Primero, se decía:

«El Oficial, cuyo proprio (sic) honor, y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien, vale muy poco para mi servicio: el llegar tarde a su obligación, (aunque sea de  minutos), el escusarse (sic) con males imaginarios, o supuestos a las fatigas, que le corresponden, el contentarse regularmente con hacer lo preciso de su deber, sin que su propria (sic) voluntad adelante cosa alguna; y el hablar pocas veces de la profesión Militar, son pruebas de grande desidia, y inaptitud para la carreras de las Armas».

Se trata de un artículo atemporal perfectamente conocido por la mayoría de los presentes. Tras haber estado las Ordenanzas de Carlos III en vigor hasta el año 1978, en el que se aprobaron las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas, pasó a formar parte de las mismas como el artículo 72. Y cuando en el año 2009 se aprobaron la Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, actualmente vigentes, se continúa manteniendo, si bien como el artículo 14, con una ligera pero importante modificación.

Hasta el año 2009 las Reales Ordenanzas hacían concesión y depósito expreso del honor sólo al oficial, no al suboficial, cabo, soldado o marinero, modificándose a partir de esa fecha, reconociéndose cohesionadamente de esta forma, dicho valor fundamental a todo militar. Pues bien, eso es lo que hizo el Duque de Ahumada, con acertada visión de futuro, 164 años antes, al extenderlo a todos los Guardias Civiles. 

Por otra parte, no hay que olvidar que el texto de las Reales Ordenanzas, tal y como recoge su artículo 1º, constituye el código de conducta de los militares, define los principios éticos y las reglas de comportamiento de acuerdo con la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Por lo tanto, debe servir de guía a todos los militares para fomentar y exigir el exacto cumplimiento del deber, inspirado en el amor a España, y en el honor, disciplina y valor.

Pero regresando a las Ordenanzas de Carlos III, plenamente vigentes en 1845, hay que mencionar el artículo 20 siguiente, donde, se refiere otra acepción del mentado vocablo:

«Todo Oficial de cualquiera graduación que fuese, siendo atacado en su puesto, no lo desamparará, sin haver (sic)hecho toda la defensa posible para conservarlo, y dexar (sic) bien puesto el honor de las Armas».

Finalmente, dado que el honor militar es un valor que se inculcaba en el oficial desde que ingresaba en la Milicia, se disponía en el artículo 26 del Título XVIII siguiente, relativo a «Forma y distinción con qué han de ser los Cadetes admitidos, y considerados»:

«La enseñanza de los Cadetes debe comenzarse por manifestarles el honor, y convenienza, que les resultará de aprender su oficio, y la poca fortuna que han de esperar en la Milicia, si no les acompaña su aplicación, inteligencia, y espíritu».

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Cuando la mayor parte de las unidades de la Guardia Civil llevaban desplegadas más de un año, fue aprobada por el Ministerio de la Guerra, tal y como ya se ha expuesto, la «Cartilla del Guardia Civil».

Dicho texto comienza en su capítulo primero, con las «Prevenciones generales para la obligación del Guardia Civil», compuesto a su vez por 35 artículos, que desde el primero de ellos denotaba claramente el verdadero credo del nuevo Cuerpo que se había creado: «El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás».

Tan firme como inigualable principio que constituía el pilar fundamental que cimentaba la idiosincrasia de la Institución, era arropado y fortalecido por otros 34 artículos más. Respecto a los valores que emanaban de los mismos nuevamente habría que decir aquello de imposible decir más con menos palabras:

«El Guardia Civil por su aseo, buenos modales y reconocida honradez, ha de ser un dechado de moralidad. Las vejaciones, las malas palabras, los malos modos, nunca debe usarlos ningún individuo que vista el uniforme de este honroso Cuerpo. Siempre fiel a su deber, sereno en el peligro y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza, será más respetado que el que con amenazas, sólo consigue malquistarse con todos. Debe ser prudente sin debilidad, firme sin violencia y político sin bajeza. El Guardia Civil no debe ser temido sino de los malhechores, ni temible sino a los enemigos del orden. Procurará ser siempre un pronóstico feliz para el afligido, y que a su presentación el que se creía cercado de asesinos, se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas, considere el incendio apagado; el que veía a su hijo arrastrado por la corriente de las aguas, lo crea salvado; y por último, siempre debe velar por la propiedad y seguridad de todos. Cuando tenga la suerte de prestar algún servicio importante, si el agradecimiento le ofrece alguna retribución, nunca debe admitirla. El Guardia Civil no hace más que cumplir con su deber, y si algo debe esperar de aquel a quien ha favorecido, debe ser sólo un recuerdo de gratitud. Este desinterés le llenará de orgullo, le granjeará el aprecio de todos, y muy particularmente la estimación de sus Jefes, allanándole el camino para sus ascensos. Sus primeras armas deben ser la persuasión y la fuerza moral, recurriendo sólo a las que lleve consigo, cuando se vea ofendido por otras o sus palabras no hayan bastado. En este caso dejará siempre bien puesto el honor de las que la Reina le ha entregado. Será siempre de su obligación, perseguir, y capturar a cualesquiera que cause herida, o robe a otro, y evitar toda riña. En caso de que ocurra incendio, acudirá inmediatamente al punto donde tenga lugar, cuidando especialísimamente, de proteger a todas las personas que se encuentren en el sitio de la desgracia, asegurando sus intereses; y evitando que se introduzcan en la casa, gentes, que, con el pretexto de auxiliar, llevan el de robar, o cometer otros excesos. En las avenidas de los ríos, huracanes, temblores de tierra o cualesquiera otra calamidad, prestará cuantos auxilios estén a su alcance, a los que se vieren envueltos en estos males».

El Duque de Ahumada priorizó en la «Cartilla», el Honor como principal divisa del Guardia Civil, y éste, a su vez, debía ser de reconocida honradez y un dechado de moralidad. Al utilizar tres vocablos diferentes (honor, honradez y moralidad), aunque entrelazados y vinculados entre sí, tenían cada uno de ellos una razón y una finalidad diferente pero convergente para ser incluidos en ese código ético, o «catecismo del guardia civil», como escribiría el coronel e historiador Eugenio de la Iglesia Carnicero, en su obra «Reseña Histórica de la Guardia Civil. Desde la creación del Cuerpo hasta la revolución de 1868», publicada en 1898.

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Tras las aprobación, edición y difusión de la «Cartilla», el vocablo «Honor», comenzó a aparecer con asiduidad en las circulares del Duque de Ahumada y de quienes le fueron sucediendo al frente de la Guardia Civil. Ya no sólo se menciona la decencia, la honradez, la honestidad y la moralidad, sino también, cuando procede, el honor.

En unas ocasiones para darle el significado genérico y tradicional de la época y en otras el corporativo que se venía inculcando y exigiendo rigurosamente a todos los componentes del benemérito Instituto, sin excepción.

Así, por ejemplo, el Duque de Ahumada en su Circular de fecha 4 de agosto de 1846, dirigida a los coroneles jefes de Tercio, recordaba que, «varias veces algunos Guardias Civiles han desenvainado sus sables contra paisanos desarmados. Para llegar a este estremo (sic) es necesario que haya una grande necesidad de apelar a él, pues todo Guardia Civil debe tener muy presente el lema de las antiguas espadas españolas, “no me saques sin razón ni me envaines sin honor” y pocas veces puede haber causa para desenvainarlo contra el paisano desarmado». Con ello el Duque de Ahumada, refería sin citarlo, el artículo 18 de la «Cartilla»

«Sus primeras armas deben ser la persuasión y la fuerza moral, recurriendo sólo a las que lleve consigo, cuando se vea ofendido por otras, o sus palabras no hayan bastado. En este caso dejará siempre bien puesto el honor de las que la Reina le haya entregado».

Otro ejemplo, entre los numerosos que se podrían exponer, se encuentra en su Circular de 20 de julio de 1850, dirigida a los jefes de Tercio y relativa al empleo de los guardias más veteranos, cuya edad oscilaba entre los 45 y 50 años. El Duque de Ahumada concluía afirmando que, «esta clase de Guardias valen mucho, y los Gefes (sic) de los Tercios no tan solo los utilizarán en bien del instituto del Cuerpo, sino que se servirán de ellos para que enseñen a sus compañeros de nueva entrada la senda del honor y buenas costumbres militares que ellos han aprendido con constancia laudable».

Qué grandes palabras y qué noble propósito contiene este texto cuya idea fuerza es que, en el empleo más modesto, pero a su vez más importante, que es el de Guardia Civil de 1ª o 2ª clase, los más veteranos educasen a los más nuevos en «la senda del honor», que se había venido forjando y manteniendo a lo largo de los años de abnegado servicio. Quien abandonase la «senda del honor», no debía ser digno de seguir perteneciendo a tan honroso Cuerpo.

Apenas habían transcurrido seis años desde la creación de la Guardia Civil y casi cinco desde la aprobación de la «Cartilla», y el concepto del «Honor», como marca corporativa del benemérito Instituto, estaba ya plenamente consolidado.

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Para concluir y no agotar la paciencia de todos ustedes, quisiera finalizar este discurso de ingreso como Académico de Número en esta Academia de las Ciencias y las Artes Militares, poniendo en valor el concepto intemporal del «Honor», en la Guardia Civil. 

Una de las frases más célebres dedicada al origen y éxito del benemérito Instituto, se debe al insigne escritor Benito Pérez Galdós. Fue publicada en su décima y última novela de la tercera serie de los «Episodios Nacionales», titulada «Bodas Reales», con motivo del enlace matrimonial de Isabel II con su primo Francisco de Asís de Borbón en 1846. 

En pleno arremetimiento contra Luis González Bravo, presidente del Consejo de Ministros entre diciembre de 1843 y mayo de 1844, dejó para la posteridad una histórica y premonitoria frase dedicada al benemérito Instituto: 

«Y no fue su gobierno de cinco meses totalmente estéril, pues entre el miserable trajín de dar y quitar empleos, de favorecer a los cacicones, de perseguir al partido contrario y de mover, sólo por hacer ruido, los podridos telares de la Administración, fue creado en el seno de España un ser grande, eficaz y de robusta vida: la Guardia Civil».

Y así fue. Grande por tener, tanto el más extenso despliegue territorial en España y sus posesiones de Ultramar, como el mayor número de efectivos que ha tenido un Cuerpo de Seguridad. Eficaz porque consiguió que los caminos de la nación fueran por fin seguros, lo cual nunca antes se había conseguido. Y de robusta vida porque sobrevivió a sucesivas guerras civiles, cambios de régimen político y gobiernos de toda clase. 

Pero todo ello, no hubiera sido posible, si el Duque de Ahumada, con acertada visión de futuro, no hubiera extendido en 1845, y como principal divisa, ese valor militar fundamental que es el «Honor», a todos los Guardias Civiles, sin distinción de categoría y empleo.

Con ello, no sólo propició la debida e imprescindible cohesión entre todos sus integrantes, convirtiendo el «Honor», en la marca «Guardia Civil», sino dejando perfectamente claro que quien lo perdiese, no lo recobraría jamás.

Por lo tanto, contestándome ante ustedes las preguntas que inicialmente hacía en voz alta, sí es, no necesario, sino imprescindible, que el Honor siga siendo la principal divisa del Guardia Civil, sin distinción de empleo; que debe mantenerse sin mancha, pues si se pierde, no se recobra jamás; y que el concepto del Honor sigue, y debe seguir siendo exactamente el mismo que inspiró al Duque de Ahumada, constituyendo un valor militar fundamental para la pervivencia del benemérito Instituto. 

Muchas gracias por su atención y paciencia, así como, ¡larga vida a la Guardia Civil!

 

 

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