sábado, 29 de noviembre de 2014

EL TENIENTE ARTAL, EL HOMBRE QUE SE NEGÓ A INCENDIAR CASAS VIEJAS. UNA MISTERIOSA DESAPARICIÓN AL INICIO DE LA GUERRA CIVIL.

Artículos escritos por Tano Ramos (primera parte) y Jesús Núñez (segunda parte), y publicados en "DIARIO DE CÁDIZ" el 9 de enero de 2011, págs. 24 y 25.

Los originales están ilustrados con cuatro fotografías en blanco y negro.   

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Por Tano Ramos

Desobedeció a su amigo Rojas y no admitió silenciar el crimen.

"Fuerza aquí: guardias civiles, 25; de Asalto, 12. No se necesita más fuerza. El pueblo tranquilo, salvo la casa indicada, en la que no se sabe cuántos puede haber, siguiendo cercada".


Fernández Artal envió un telefonema con ese mensaje a Cádiz, al gobernador civil, la noche del 11 de enero de 1933. Tenía controlada la situación en Casas Viejas. Por la mañana, los anarquistas habían asaltado el cuartel de la Guardia Civil y habían herido mortalmente a dos guardias (murieron después) pero la llegada al pueblo de un grupo de agentes (que mataron a un vecino) y luego la de Artal con más hombres había dispersado a los revoltosos.


Artal comenzó por la tarde a buscar a los atacantes del cuartel y dio con uno, con Manuel Quijada. Con una gran paliza, consiguió que señalase a otros y el hombre lo condujo entonces hasta la choza de los Seisdedos. Cuando llegaron, Quijada, que iba esposado y maltrecho, se escapó y entró en la choza. Se fueron tras él dos guardias de asalto, entraron en la casa y desde dentro, Perico Seisdedos disparó y mató a un agente. El cadáver quedó dentro de la choza. El segundo guardia reculó, se parapetó en la corraleta y se quedó allí, entre dos fuegos. Artal creyó que éste estaba muerto y al otro lo dio por desaparecido. Así comenzó el asedio a la choza de Seisdedos.

Artal pidió a los de dentro de la choza que se entregasen pero le respondieron con disparos: habían acordado no rendirse. Entonces anocheció y el teniente envió ese telefonema en el que pedía granadas pero no refuerzos y más tarde decidió esperar a que amaneciese para continuar con el ataque. Antes supo que el agente que daba por muerto estaba vivo.

El pueblo estaba pues tranquilo, la situación controlada, la revuelta dominada. Artal se hallaba en la fonda del pueblo, descansando.

Fue entonces cuando llegó a Casas Viejas el capitán Rojas. Traigo órdenes de cargarme a todo el que coja, le dijo Rojas a su amigo Artal cuando éste lo puso al tanto de la situación. Mira, Manolo, eso no se puede hacer y no se hace, replicó el teniente. Ahí empezó la bronca. A ti te toca obedecer, zanjó Rojas, que tomó el mando, desautorizó a Artal y ordenó atacar la choza.

Los guardias ametrallaron la choza pero no conseguían tomarla. A los de dentro los ayudaban varios vecinos que, ocultos en las chumberas, disparaban contra los guardias. Rojas decidió entonces incendiar la casa. Envolvieron piedras con algodones impregnados de gasolina, les pegaron fuego y los arrojaron sobre el tejado de paja. La choza empezó a arder. Entonces salieron una joven y un niño: María Silva, La Libertaria, y Manuel García, de 13 años. Echaron a correr y escaparon. No disparéis, que es un niño, dijeron algunos guardias al ver a Manuel; corra, corra, le dijo al niño Fidel Madras, el guardia que aún permanecía guarecido junto a la choza. Al poco salieron otras dos personas: Manuela Lago, de 17 años, y Francisco García, de 18. Pero esta vez sonó la ametralladora y ambos cayeron al suelo muertos.

A cargo de esa ametralladora estaba el teniente Artal. Cuando se dio cuenta de que había matado a una mujer y a un joven, se puso a gritar y a reprocharle a Rojas que no le hubiese avisado de que no eran hombres armados quienes abandonaban la choza. Rojas le recordó de nuevo quién tenía allí el mando y Artal se tragó su ira.

La choza ardió. Antes de comenzar el fuego ya habían muerto dentro el anciano Seisdedos y su hijo Perico. El incendio acabó con la vida de otras cuatro personas: Paco Cruz (también hijo de Seisdedos), Manuela Franco, Manuel Quijada y Jerónimo Silva.

Serían las tres de la madrugada. El pueblo enmudeció de nuevo. Se quedó como cuando horas antes llegó Artal. La mayor parte de los vecinos que aún no habían huido al monte lo hicieron entonces. Sólo unos pocos se quedaron en sus casas, con las mujeres, los ancianos y los niños. Los guardias pasaron por la fonda y comieron y bebieron. A la salida del sol, Rojas ordenó registrar casas y detener a cuanto hombre fuese hallado en ellas. Una patrulla vio a uno asomado tras una puerta. Era el anciano Barberán. Los guardias se cuidaban ahora de entrar en una casa. Le gritaron que saliese. Dejadme, que yo no soy de ideas, contestó. Una bala atravesó la puerta y le partió el corazón.

Así fueron detenidos catorce vecinos de Casas Viejas y, al poco, doce de ellos cayeron asesinados en la corraleta de la choza de Seisdedos, junto a los escombros humeantes. Dos se salvaron porque los dejó escapar el guardia civil Juan Gutiérrez cuando cayó en la cuenta de lo que iba a ocurrirles. Artal contó luego que ni la Guardia Civil ni nadie señalaba las casas registradas, que las patrullas entraban en todas las que encontraban al paso. Si había hombres, los detenían. A quien se cogió, se le fusiló, precisó el teniente. También le dijo Artal al juez que si hubiese sospechado que los detenidos iban a ser fusilados, no hubiese detenido a nadie aunque perdiese la carrera por ello.

Los fusilamientos le parecieron poco escarmiento al capitán Rojas. Le entregó un mechero a Artal y le ordenó que pegase fuego a las casas y chozas de la parte alta del pueblo. Artal se negó. Acabamos de registrarlas y allí sólo quedan mujeres y niños, objetó. Rojas insistió en que las quemase. Entonces Artal pidió ayuda al delegado del gobernador, que andaba por allí, y entre los dos evitaron la catástrofe. Convencieron a Rojas y éste acabó por revocar la orden.

Artal y Rojas se fueron aquella mañana de Casas Viejas. La noche anterior, cuando Artal decidió esperar al día siguiente para atacar la choza de Seisdedos, los Sucesos sumaban cuatro muertos (tres guardias y un vecino del pueblo). Horas después, tras tomar el mando Rojas, había 21 fallecidos más.

Artal pasó más de un mes sumido en un caos, según él mismo relató, agobiado por los remordimientos. El 3 de marzo acabó por revelar los fusilamientos en una declaración formal en la Dirección General de Seguridad. Hasta entonces silenció oficialmente lo que había hecho su amigo Rojas, tal como éste le pidió, y sólo se lo fue contando a algunos compañeros de la Guardia de Asalto que se sacudían ese crimen molesto en cuanto se quedaban a solas con la obligación de denunciarlo.

A Artal y a Rojas los unía una buena amistad. Pero cuando Rojas se enteró de que su amigo había contado la verdad, reaccionó diciendo que en Casas Viejas se había comportado como un cobarde, que tuvo que reprenderlo allí varias veces. Artal reaccionó a su vez proporcionándole al juez instructor más detalles sobre lo sucedido. Hasta le habló de la frialdad con la que Rojas disparó su pistola contra los detenidos esposados y ordenó a sus hombres que hiciesen fuego.

Luego todo cambió. Un año después, en el primer juicio a Rojas, Artal no respaldó la insostenible versión de su amigo, pero tergiversó hechos en su ayuda y pintó un cuadro de peligros que buscaba justificar una respuesta violenta. Por ejemplo, contó que cuando él llegó con sus hombres a Casas Viejas, se detuvo a la entrada del pueblo, hizo un disparo al aire y le contestaron con fuego cerrado. Era mentira. Un año antes había relatado que al llegar con 12 guardias de asalto y 6 guardias civiles se topó con un pueblo en silencio. Un silencio tan grande, dijo, que nada que no fuese ver la carretera cortada daba idea de lo que sucedía. Disparó al aire, sí, y le respondieron con disparos; pero también al aire; y con un silbato: eran los guardias civiles que llegaron antes que él. No hubo, pues, fuego cerrado enemigo sino una entrada sin combate en una población enmudecida.

En el juicio, en la Audiencia de Cádiz, Artal contó que ante la resistencia que después encontró en la choza de Seisdedos, pidió al gobernador civil que le enviase refuerzos. Era mentira. Envió un mensaje a Cádiz. Pero decía que no necesitaba más hombres.

Dispuesto a auxiliar a su amigo, Artal no mencionó en el juicio el episodio de la orden de pegar fuego al pueblo y llegó a negar algo que él y hasta el propio Rojas habían desvelado: que tras matar a diez de los detenidos, el capitán agarró a otros dos, los empujó a la corraleta repleta de hombres cosidos a balazos, y disparó de nuevo.

El caso es que Artal descargó su conciencia en 1933. Pero un año después y en 1935, en los juicios a Rojas, le echó un cable a su amigo en la Audiencia de Cádiz.

Rojas quedó libre en marzo de 1936 y al poco comenzó la guerra, que puso a los dos amigos en zonas distintas. Los periódicos madrileños contaron en agosto que el "tristemente célebre" capitán Rojas estaba con los rebeldes en Granada. Artal andaba precisamente por el peligroso Madrid de las delaciones, las detenciones arbitrarias y los paseos. Desapareció. Hiciese lo que hiciese en el pueblo gaditano, también él era célebre. Era Artal el de Casas Viejas.


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Por Jesús Núñez

El Ejército republicano dejó anotado que Artal se pasó al enemigo cuando se hallaba en el frente de Toledo pero ningún bando dio noticia oficial alguna de su paradero.

Cuando el 11 de enero de 1933 el joven teniente de infantería Gregorio Fernández Artal, destinado entonces en el Cuerpo de Seguridad (antecedente histórico de la Policía Armada y de la Policía Nacional), se dirigía al frente de sus hombres hacia Casas Viejas, cuya casa-cuartel de la Guardia Civil había sido atacada por revolucionarios que habían proclamado el comunismo libertario, poco podía sospechar de los terribles sucesos en los que se vería envuelto ni el triste y misterioso final que el destino le tenía reservado.

Esclarecer que fue de él era una tarea muy difícil que por el momento no ha tenido éxito. Aunque se conservan sus expedientes en el Archivo General Militar de Segovia y en el Archivo General del Ministerio del Interior en Madrid, faltan muchos documentos.

Nacido el 12 de marzo de 1906 en la casa-cuartel de la Guardia Civil de la pequeña localidad turolense de Pancrudo, era uno de los cinco hijos de su comandante de puesto, el sargento Gregorio Fernández Sabio y de Prudencia Artal Palacios.

Con ocho años de edad, dirigió una instancia al director general de la Benemérita solicitando el ingreso en el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro. A los dieciséis lo volvió a solicitar y fue aceptado, teniendo aprobado ya el ingreso en la Academia de Infantería de Toledo, pero los escasos recursos económicos familiares no le permitieron entonces sufragar los costes del acceso directo.

Finalmente, el 8 de septiembre de 1925 pudo ingresar como cadete en dicho centro, donde permaneció tres años hasta que obtuvo su despacho de alférez, siendo destinado al Regimiento de Infantería Gerona nº 22, donde le sorprendería, ya como teniente, la proclamación de la Segunda República. Tras breves destinos en el Regimiento de Infantería nº 42 y en el Batallón de Cazadores de Africa nº 6, pidió en julio de 1932 su ingreso en la Guardia Civil.

Dada la numerosa lista de espera que había entonces de oficiales del Ejército que querían pasar a la Benemérita, también solicitó el Cuerpo de Seguridad, donde ingresó al mes siguiente y fue destinado a las secciones de vanguardia y asalto, dada su estatura de 1'75 metros, muy elevada para la época. No obstante, no desistió de su sueño de ser oficial de la Guardia Civil y pudo por fin examinarse y aprobar, quedando inscrito el 27 de diciembre de 1934 en la escala de aspirantes.

Sin embargo, no tuvo vacante en su turno de lista, que mejoró al reconocérsele el concepto de "valor acreditado", hasta el 3 de julio de 1936, dos semanas antes de estallar la Guerra Civil. Poco antes, tras casi cuatro años destinado en Madrid en el Cuerpo de Seguridad, había pasado al Batallón de Cazadores Las Navas nº 2, de guarnición en Larache, si bien no llegó a incorporarse.

Tras fracasar la sublevación militar en Madrid, fue comisionado el 28 de julio al 4º Tercio capitalino y diez días después ascendido a capitán pero el 11 de septiembre quedó disponible forzoso hasta que la comisión depuradora del comité central de la Guardia Nacional Republicana (nueva denominación de la Guardia Civil a partir del 30 de agosto) decidió seis días más tarde su continuación en el Cuerpo.

A partir de aquí todo es confuso. El 2 de octubre, el auditor de guerra de la 1ª División Orgánica comunicó "que se encuentra peleando en el frente de la Sierra con las fuerzas leales" y debía comparecer ante el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 5 de Madrid, al objeto de notificársele el auto de procesamiento y recibirle declaración en el sumario 319-36 por el delito de insulto a la autoridad, incoado contra él y otras personas y posiblemente relacionado con los graves incidentes acontecidos tras el entierro del diputado José Calvo Sotelo, asesinado el 13 de julio.

Sin embargo, nunca compareció. El 23 de octubre se informó al ministerio de la Guerra que dicho oficial, "que se encontraba en el frente de Toledo al mando de una compañía de esta Guardia Nacional Republicana, ha desertado al enemigo". Consecuente con ello, el 17 de diciembre se decretó su baja definitiva en el servicio activo "sin perjuicio de lo que en su día resulte de la información que al efecto se instruye", en cumplimiento del decreto de 26 de julio de 1936, "sobre cesantía de todos los empleados que hubieran tenido participación en el movimiento subversivo o fueran notoriamente enemigos del régimen republicano". Se ignora cual debió ser la conclusión final de dicho informe ya que no se localizó.

El misterio es que nunca llegó a alcanzar las líneas enemigas que mandaba entonces el general Varela, quien acababa de liberar el Alcázar toledano, ni su nombre figura en los numerosos listados de pasados y prisioneros que obran en su archivo gaditano ni en ningún otro.

¿Realmente intentó pasarse y alguien del bando republicano lo mató para evitarlo o alguien del otro bando lo confundió con un enemigo? Es raro que posteriormente no fuera identificado su cadáver por alguno de los dos bandos. También pudo ser reconocido entre las entonces convulsas filas republicanas por su vinculación con los sucesos de Casas Viejas o el sumario citado y alguien decidiera vengarse sin dejar rastro. El caso es que nunca más se supo de él.

Finalizada la guerra y dada su condición de "desaparecido", no podía ser inscrito su fallecimiento en el registro civil, por lo que el 3 de octubre de 1942, su madre solicitó al director general de la Guardia Civil un certificado sobre su situación, "no teniendo noticia oficial ni concreta sobre el paradero de su citado hijo Gregorio desde el mes de septiembre del año 1936, en que, según referencias particulares, se pasó a la Zona Nacional por encontrarse a la iniciación del Glorioso Alzamiento Nacional en Madrid".

Consecuente con ello, se certificó el 24 de octubre que su situación continuaba siendo la de "desaparecido". El 4 de febrero de 1943, el director general de la Guardia Civil ordenó la instrucción de una información "en averiguación de las causas que motivaron el fallecimiento del teniente". Su ascenso a capitán nunca fue reconocido por los vencedores.

El 5 de mayo siguiente fue remitido el informe, que tampoco se ha localizado. Debió limitarse a declarar su muerte para que la madre pudiera percibir la pequeña pensión que entonces se concedía.

Pero ni después de "desaparecido" y "fallecido" se libró de ser depurado, ya que al inicio de la sublevación militar, permaneció leal al Gobierno republicano. Así, el 23 de noviembre de 1943, el Juzgado número 3 del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo solicitó al inspector general de la Policía Armada y de Tráfico información sobre su situación militar y paradero.

Y apenas dos semanas después, el general subsecretario del ministerio del Ejército remitió un escrito "reservado" al director general de la Guardia Civil solicitando su situación actual, ya que se le estaba instruyendo expediente "como incurso en la Ley de 1 de marzo de 1940", promulgada para la represión del comunismo y la masonería.

Casi ocho décadas después de los sucesos de Casas Viejas su muerte sigue sin esclarecer y sus restos, como los de otros muchos españoles de entonces, deben yacer en alguna tumba o fosa sin nombre.

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