Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "DIARIO DE CADIZ" el 18 de agosto de 2008, págs. 10 y 11.
El original está ilustrado con cinco fotografías en blanco y negro.
VARIOS MANDOS DE LA MARINA AVISARON DEL PELIGRO.
El 18 de agosto de
1947 Cádiz sufrió la mayor tragedia –Guerra Civil aparte- que se padeció en
España durante siglo XX. Aquella noche se produjo una terrible explosión en uno
de los almacenes de minas de la Base de Defensas Submarinas y el cielo se tiñó
de rojo, quedando una parte de la ciudad completamente devastada.
Más de centenar y
medio de muertos, sin contar los desaparecidos, casi cinco mil heridos de diversa
consideración y centenares de edificaciones destruidas, fue el balance de una catástrofe
que marcó a tres generaciones de gaditanos: ancianos, adultos y niños de aquel
caluroso verano de 1947. ¿Quién de nosotros no ha escuchado a sus mayores
contar su testimonio de tan luctuoso hecho?.
Hoy día, un
sencillo monumento, ubicado frente al actual Instituto Hidrográfico de la
Armada, entonces Base de Defensas Submarinas y antigua Fábrica de Torpedos, recuerda
a las víctimas de aquella tragedia. Han transcurrido ya seis décadas y se siguen
desconociendo las causas que motivaron la terrible explosión.
¿Accidente o
sabotaje?. Aunque existen diversos indicios en uno y otro sentido, generando la
consiguiente polémica, nunca se ha podido probar ni una ni otra teoría. Por un
lado está el mal acondicionamiento y estado de las minas almacenadas junto al
sofocante calor que se padeció aquella jornada. Y por otra parte aparecen una
serie de extrañas actividades y hechos sospechosos nunca explicados que se
dieron poco antes y después de la explosión.
Las autoridades de
la época nunca habrían reconocido su negligencia ni su vulnerabilidad en un
atentado de esa envergadura a una instalación militar. Aquel año de 1947 fue el
de mayor actividad de la guerrilla antifranquista y según un informe policial
confidencial de entonces, un grupo formado por personal adiestrado –seguramente
con experiencia de guerra en el maquis francés- cruzó la frontera para
perpetrar dicho ataque. Sin embargo, nadie sería capaz de asumir la autoría de
una catástrofe como ésta, donde la mayoría de las víctimas pertenecían a las
clases sociales más desprotegidas.
Fuera accidente o
sabotaje, lo único cierto de verdad es que hubo por parte de las autoridades de
la época, una manifiesta y persistente negligencia cuya responsabilidad nunca
fue exigida ni depurada.
Dado que el suceso
tuvo su origen en una instalación de la Marina, las culpas se orientaron desde
algunos sectores contra ella por mantener en el interior de la ciudad dichas
minas. Hoy día incluso algunos historiadores e investigadores han apuntado en
tal dirección.
El hecho de que se
adujera que la documentación elaborada entonces por la Armada para aclarar lo
sucedido, hubiera desaparecido en un extraño incendio sufrido en sus archivos en
1976, no contribuyó precisamente a mejorar la idea que se pudiera tener al
respecto.
Sin embargo, parece
ser que transcurridas seis décadas de la catástrofe y tres del incendio, dicha
documentación, o al menos parte de ella, no debió ser destruida por el fuego,
tal y como lo acreditan los documentos inéditos que hoy ilustran estas líneas.
Durante muchos años
aquellos mandos de la Marina, que por conducto reglamentario habían denunciado
reiteradamente el grave peligro existente o que actuaron heroicamente tras la
catástrofe, callaron disciplinadamente todo lo que sabían y, conforme a lo que
creyeron su deber, se llevaron sus secretos a la tumba.
Pero algunos de sus
herederos –con edades ya avanzadas- no han querido que un día esos papeles se
puedan perder para siempre. Su amor a la Marina y el respeto a la memoria de
sus mayores, han motivado que estos documentos –de indudable valor histórico-
comiencen a ver la luz.
Con ellos se
acredita que la Armada fue persistentemente avisando, desde al menos cuatro
años antes, del gran peligro que se corría, así como de las medidas que se
intentaron adoptar para que ello no sucediera. Los informes salieron de Cádiz y
llegaron a Madrid, donde la desidia y la negligencia de las más altas
autoridades de entonces, contribuyeron a que fuera posible semejante tragedia.
A pesar de que
tanto la jurisdicción ordinaria como la militar incoaron sendos procedimientos,
nadie fue procesado ni sentado en el banquillo para que se le juzgara para
depurar sus responsabilidades civiles y penales por tan manifiesta y
persistente negligencia.
Los documentos secretos.
La Marina era
plenamente consciente de la gravedad de la situación y propuso todo lo que
estuvo en su mano para sacar las minas de Cádiz, reproduciéndose a continuación
algunos testimonios inéditos de los varios que se poseen.
El primero, fechado
el 17 de diciembre de 1943, se debe al comandante general del arsenal de La
Carraca, vicealmirante Fausto Escrigas–cuyo hijo ostentando también dicho nombre
y empleo sería vilmente asesinado por la banda terrorista ETA en 1985- remitió
al capitán general del Departamento de Cádiz, un anteproyecto para el traslado
provisional de esas minas, a la finca “Rancho
de Bola”, situada cerca de la azucarera del Portal, todo ello en espera de
su traslado definitivo al cerro de San Cristóbal.
Dicho expediente
contenía un minucioso informe del capitán de navío Pascual Cervera, cuyo fin
era que “con toda urgencia, se pudiera
quitar el peligro de tanto explosivo situado dentro del casco de la Ciudad”.
El último, fechado
el 15 de julio de 1947, casi un mes antes de la catástrofe, donde el capitán de
fragata Miguel García Agulló, en su condición de jefe de la Base de Defensas
Submarinas de Cádiz, hizo constar en las conclusiones de un extenso informe que:
“El Jefe que suscribe se cree en el deber de
hacer resaltar la imperiosa necesidad de trasladar en el menor tiempo posible
el lugar de almacenamiento de las minas. Su situación actual, dentro del casco
de la población, aún guardando en su vigilancia las mayores de las
precauciones, es una constante preocupación para el Mando, y más si se tiene en
cuenta como expuse en escrito de 4 de diciembre de 1946 al hacerme cargo de
estos servicios, que los pabellones donde se almacenan no están aislados”.
Como medida
preventiva García Agulló propuso levantar al menos a su alrededor un pequeño
muro –que nunca se hizo- reconociendo no obstante que “el riesgo de las aproximadamente 300 Tm. de trilita almacenada seguiría
existiendo”.
Durante cuatro años
la Marina denunció el peligro existente sin que fuera oída y cuando aconteció
la catástrofe fue la primera en encabezar la larga nómina de víctimas de
aquella trágica noche.
Coronel Ristori, un héroe sin
reconocer
La catástrofe del
18 de agosto de 1947 motivó el comportamiento heroico de muchos miembros de la
Marina que desde las instalaciones de tierra en Cádiz y San Fernando así como
desde los buques fondeados en esas aguas, acudieron inmediatamente para
auxiliar a las víctimas.
Uno de ellos fue el
entonces teniente coronel de Infantería de Marina Antonio Ristori Fernández,
cuya gesta fue reconocida por el propio alcalde de la Ciudad, Francisco Sánchez
Cossío. Este, en escrito fechado diez días después de la explosión, pidió para
aquél una “alta recompensa que premie sus
servicios heroicos y humanitarios que tanto contribuyeron a evitar mayores
daños y a mitigar esta catástrofe”.
Dado que en 1982
varios componentes de la Armada fueron nombrados hijos adoptivos de Cádiz, como
agradecimiento a su heroísmo de aquella noche, pero había sido olvidado Ristori
ya que había fallecido tres años antes, surgió en el 2005 una iniciativa tras
publicarse en DIARIO DE CADIZ los detalles de su gesta, para que también fuera
nombrado, a título póstumo, hijo adoptivo.
Tras tres años de
espera, el ayuntamiento comunicó el pasado día 14 al promotor de la iniciativa
que dicha propuesta será por fin aprobada en la próxima comisión de honores y
distinciones que se convoque.
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