domingo, 16 de noviembre de 2014

LOS PRIMEROS FUSILAMIENTOS DE CADIZ.

Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "LA VOZ DE CADIZ" el 6 de agosto de 2006, pág. 10. 
El original está ilustrado con una fotografía.

Las ejecuciones se produjeron en el castillo de San Sebastián el 6 de agosto de 1936

Tras triunfar el domingo 19 de julio de 1936 la sublevación militar en Cádiz, se procedió a detener a todos aquellos que se habían opuesto a ello, atrincherándose en los edificios del gobierno civil, el ayuntamiento, correos y telégrafos, así como algunas sedes de partidos políticos y sindicatos. Habían esperado en vano unos refuerzos que nunca llegaron.

Los militares fueron ingresados en el castillo de Santa Catalina mientras que los civiles se llevaron a la prisión provincial, situada fuera de Puerta Tierra. Sin embargo, al comenzar seguidamente las detenciones masivas de todo aquel que se le relacionara con el Frente Popular, fue necesario habilitar el carbonero “Miraflores” como buque-prisión.

La maquinaria oficial de la represión se puso inmediatamente en marcha para procesar y juzgar a todos ellos por los paradójicos delitos de rebelión o auxilio a la rebelión militar contra la República, produciéndose lo que ha venido a llamarse “la justicia al revés”.


Desde el principio se buscó adoptar medidas ejemplarizantes y por ello los primeros encausados fueron las autoridades civiles y militares republicanas. Así el 21 de julio el gobernador militar de Cádiz, general de brigada de artillería José López-Pinto Berizo, nombró juez especial al comandante de Infantería Joaquín Camarero Arrieta y le ordenó que instruyera “el procedimiento sumarísimo que determina el bando declarando el estado de guerra”, siéndole asignado posteriormente el nº 82/1936.


En dicho procedimiento fueron encartados el gobernador civil Mariano Zapico Menéndez-Valdés, que hasta pocos meses antes había prestado servicio activo en el Ejército como comandante de Artillería; el presidente de la Diputación Provincial Francisco Cossi Ochoa, el teniente coronel jefe de la Comandancia de Carabineros Leoncio Jaso Paz, el capitán de fragata Tomás de Azcárate García de Lomas, el capitán de Artillería jefe del Cuerpo de Seguridad y Asalto Antonio Yáñez-Barnuevo y de la Milla, así como los paisanos Antonio Macalio Carisomo y Luis Parrilla Asensio, secretario particular del gobernador y oficial de telégrafos, respectivamente.

Una semana después, el 28 de julio, el juez instructor dictó auto de procesamiento contra todos ellos, en concepto de autores de un delito de rebelión militar, previsto y penado en el número 4 del artículo 237 del Código de Justicia Militar y en el apartado b) del artículo 3º del Bando por el que se declaraba el Estado de Guerra, ya que “se reunieron en el edificio del Gobierno Civil … con el fin de tomar sus medidas para no acatar las disposiciones y hechos contenidos en los artículos del citado Bando y resistirse en dicho edificio”.

El 1 de agosto el procedimiento se remitió a la Auditoría de Guerra de Sevilla que mandaba Francisco Bohorques Vecina, quien dispuso que se elevara a plenario respecto a Zapico, Jaso, Yáñez-Barnuevo y Parrilla, mientras que en relación a Cossi, Azcárate y Macalio, se ordenó que se continuara su tramitación, “debiendo de aportarse más elementos de juicio”.

Respecto a los primeros, el general de división Gonzalo Queipo de Llano y Sierra ordenó desde Sevilla que se celebrara el 5 de agosto el correspondiente consejo de guerra de oficiales generales para ver y fallar el juicio sumarísimo, nombrando a su presidente y vocales, debiendo asistir al mismo “todos los Jefes y Oficiales francos de servicio”. 


La vista se celebró en audiencia pública a las once horas de dicho día en la sala de banderas del Regimiento de Costa nº 1 de Cádiz. Como defensor de oficio fue designado el comandante de Infantería Tomás Sevillano Cousillas, quien solicitó la libertad para sus defendidos, habiendo dispuesto tan sólo de tres horas para estudiar previamente la causa. El fiscal jurídico militar, Eduardo Jiménez Quintanilla, pidió la pena de muerte para todos, habiendo apreciado además la agravante de "perversidad".


El tribunal, presidido por el coronel Juan Herrera Malaguilla y constituido por los vocales del mismo empleo, Pedro Jevenois Labernade, Julián Yuste Segura, José Solís Ibáñez y José Alonso de la Espina, así como el teniente coronel Rafael Peñuela Guerra, junto al ponente jurídico Felipe Acedo Colunga, dictaron por unanimidad sentencia de condena a la última pena.

Seguidamente desde Sevilla el auditor de guerra Bohorques emitió el preceptivo informe: “La relación de hechos que contiene la sentencia se ajusta perfectamente a la resultancia sumarial y concreta para cada uno de los procesados las imputaciones que el consejo califica con acierto y sanciona con justicia, y como en el procedimiento no se observan defectos que puedan producir su nulidad, presto mi conformidad al referido fallo”.


A continuación la causa y su sentencia fueron pasadas a Queipo de Llano, quien “deacuerdo con los fundamentos que se aducen en el escrito precedente, apruebo la sentencia a que él se refiere y decreto su inmediata ejecución”. El general López-Pinto dispuso fecha, hora, lugar y piquete de ejecución.


Así, a las cinco y media de la tarde siguiente, los cuatro condenados, tras ser trasladados al castillo de San Sebastián, fueron fusilados por una sección del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas nº 2 de Melilla, que se encontraba de paso por Cádiz. El capitán de Sanidad Militar Jerónimo Jiménez Fernández se encargó de extender los correspondientes certificados de defunción y en la tarde siguiente fueron enterrados en el cementerio municipal de San José.

Paradójicamente, el 8 de agosto se incorporaban al procedimiento algunas de las pruebas solicitadas durante el periodo de instrucción por Zapico en su defensa. Habían llegado demasiado tarde aunque eso realmente entonces importaba poco a nadie.

Aquella fue la primera sangre que se vertió en Cádiz como consecuencia del funcionamiento de la maquinaria represiva oficial de los rebeldes. Pronto les siguieron los otros tres compañeros de infortunio, Cossi, Azcárate y Macalio, si bien ya para ellos no fue necesario siquiera la celebración de consejo de guerra, no habiéndose localizado todavía hoy día los restos del primero de ellos.

Pocos días después el castillo de San Sebastián volvió a ser escenario de nuevos fusilamientos y entre ellos el del capitán Emilio Letrán López, jefe de la compañía de Carabineros de Vejer de la Frontera, y del alférez Marceliano Ceballos González, jefe de la línea de la Guardia Civil de Ubrique, que habían encabezado la resistencia militar ante los sublevados en sus respectivas localidades.

La nómina de fusilados en la capital gaditana siguió incrementándose durante el resto de la Guerra Civil y su posguerra, pudiéndose contabilizar en los libros de registro del cementerio unos quinientos enterramientos procedentes de ejecuciones oficiales y oficiosas.

Aunque la provincia de Cádiz es la única de Andalucía que no tiene todavía cuantificada la represión “nacional” (la republicana no llegó al centenar de asesinatos), los últimos estudios parciales hacen pensar que se superaron los cuatro mil fusilamientos. Evidentemente la clemencia no fue una virtud de los vencedores.

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