Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 14 de febrero de 2022, pág. 11.
El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.
Se finalizaba el artículo anterior afirmando que eran tiempos donde las agresiones armadas a los carabineros se producían con frecuencia. Ser carabinero era entonces una profesión de riesgo y sobre todo de mucha penosidad. Si dura era la vida de servicio del guardia civil más lo era aún la del carabinero, incluida la conciliación familiar.
Mientras los primeros solían convivir con sus familias en poblaciones o próximas a ellas en casas-cuarteles, habitualmente en muy regular estado, los segundos solían hacerlo sin sus familias en pequeñas edificaciones denominadas “casetas” en sus reglamentos. Solían estar diseminadas por costas y fronteras, siendo su estado de higiene y salubridad aún peores que las de la Benemérita.
Como en muy pocas ocasiones había espacio para el alojamiento de los familiares, éstos tenían que hacerlo de alquiler en localidades cercanas, con lo que su reducido sueldo se veía aún más mermado. A ello había que añadir que el carabinero casado podía ver a su esposa e hijos sólo una vez cada varias semanas. Cuando lo hacían era aprovechando su desplazamiento, por riguroso turno, con ocasión de la recogida o entrega de correspondencia oficial, suministro de víveres u otra gestión autorizada.
Si bien el servicio prestado por los carabineros en general era penoso, más lo era aún el llevado a cabo en las Comandancias de Algeciras, Estepona, Málaga y Mallorca, así como en primera línea de playa en la de Cádiz, primera y segunda compañías de la de Gerona, en la compañía de Bidasoa de la de Guipúzcoa, en la cuarta compañía de la de Huelva y en la primera de la de Lérida. Todas esas unidades estaban consideradas de “servicio de fatiga”. Como compensación, tras prestarlo determinado tiempo, adquirían entonces los carabineros ciertas ventajas en traslados a otros destinos voluntarios que deseasen, es decir, tenían carácter preferente respecto a los destinados en otras unidades.
A esa penosidad, debida principalmente a la prestación de servicio a la intemperie en costas y fronteras, en turnos diarios de doce horas seguidas, sin descanso semanal, que entonces era un privilegio laboral que pocas personas disfrutaban en España, había que añadir el del riesgo físico.
Sirva como ejemplo la requisitoria dictada por el capitán de Infantería Sebastián Pelayo Gomis, juez instructor de causas de la plaza de Algeciras, y publicada en la “Gaceta de Madrid” el 6 de octubre de 1893. El 29 de agosto de ese año se había producido una agresión a fuerza armada de Carabineros en las inmediaciones de Jimena de la Frontera, resultando muerto el paisano Doroteo Hernández Almeida. Dicho individuo, en unión de otros cuya identidad se estaba intentando averiguar, habían disparado sobre los carabineros dándose seguidamente a la fuga. En esta ocasión los carabineros tuvieron mejor suerte que los contrabandistas.
Pero no siempre estos eran siquiera detenidos como lo prueba la requisitoria publicada en la “Gaceta” el 16 de marzo anterior y dictada por el teniente coronel de Infantería Rafael Gonzalez Otón, juez eventual del Campo de Gibraltar, con ocasión de la agresión sufrida por una pareja de carabineros en el Callejón del Padre Méndez, sito en el municipio de San Roque. Tal y como se reconocía, se ignoraban identidades y vecindad de los contrabandistas agresores.
En otras ocasiones aunque eran inicialmente capturados, dada su habitual insolvencia, las sanciones económicas impuestas no tenían realmente valor práctico alguno si tras su condena no eran localizados. Con frecuencia no llegaban a comparecer siquiera ante la autoridad judicial por lo que se solía proceder a su condena en rebeldía.
Sirva con ejemplo la sentencia dictada el día 4 de ese mismo mes por el juez de instrucción del distrito gaditano de San Antonio, Juan Gordillo Villalón, contra las vecinas de San Roque llamadas María García Martín y Francisca Benítez Rodríguez por el delito de contrabando. Fue publicada en la “Gaceta” el 20 de abril siguiente. Ambas mujeres habían sido detenidas en la mañana del 4 de octubre de 1889, en el sitio denominado Huerto Playa de dicho municipio, por el capitán de Carabineros Adolfo García Villanueva y su ordenanza José Orozco Ortiz, destinados en San Roque. La primera portaba 13 kilogramos de tabaco, y la segunda 11 del mismo género. El primer fardo fue valorado en 93’60 pesetas y los derechos de arancel en 211’25 pesetas mientras que el segundo lo fue en 79’20 pesetas y 178’75 pesetas de arancel.
En el momento de la aprehensión ambas alegaron en el acta que se les instruyó que el tabaco intervenido lo traían desde La Línea de la Concepción, “donde lo compraron a un desconocido, y que lo destinaban a la venta para con su producto mantener a sus respectivas familias”.
Las procesadas no comparecieron ante la autoridad judicial, demorándose el proceso al no surtir efecto las requisitorias dictadas. No obstante, fueron representadas por el procurador Mariano Yanguas y defendidas por el letrado José Alcaín López de Antanar. Sólo se personó la fuerza aprehensora que se ratificó en el acta levantada. Las dos mujeres fueron condenadas en rebeldía como autoras de un delito de contrabando previsto en el real decreto de 20 de junio de 1852. A la primera se la sentenció a la multa de 374’40 pesetas y a la segunda a 316’30 pesetas, “debiendo sufrir, caso de insolvencia, la prisión subsidiaria a razón de un día por cada 2 pesetas 50 céntimos que dejen de satisfacer, y al pago de las costas por mitad”. Si no tenían bienes a su nombre que pudieran ser embargados, quedando probada su insolvencia y no llegasen a ser detenidas, la sentencia terminaría quedando sin efecto práctico alguno, salvo la confirmación del comiso del tabaco aprehendido.
La misión del carabinero estaba bien definida: “defender los intereses de la Hacienda; proteger el comercio y la industria nacionales y prestar el auxilio que reclame la ejecución de las leyes y disposiciones para la mejor tributación de la renta de Aduanas”. Como consecuencia de ello el Cuerpo se dividía en “Carabineros del Reino”, que tenían a su cargo la vigilancia de costas y fronteras, y en “Carabineros Veteranos”, que prestaban su servicio exclusivamente “en los puertos, muelles, bahías, puntos de descarga y reconocimiento, fielatos, puertas, recinto de las Aduanas terrestres y marítimas y en los radios de las poblaciones donde la Hacienda considera necesarios sus servicios”.
Así lo hacía constar el capitán Benito Pintado Alcubilla en su obra “Notas para la historia militar del Cuerpo de Carabineros”, editada en 1908 y declarada de utilidad por real orden de 1º de mayo de 1909. Dicho oficial, que al ascender a aquel empleo en 1903 estuvo destinado poco más de un año en la Comandancia de Cádiz, se lamentaba de que no hubiera publicada ninguna obra de conjunto que pusiera en valor a tan glorioso Instituto del Ejército.
Según mencionaba sólo había existido un conato que, con el título de “Historia del Cuerpo de Carabineros”, había comenzado a publicarse pero no llegó a terminarse. Su autor era Sebastian Mojados Bengoechea, coronel graduado de Infantería y teniente coronel que en 1876 era el 2º jefe del primer Tercio de la Guardia Civil en Filipinas.
(Continuará).
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