Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 25 de julio de 2022, pág. 8.
El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.
Uno de los propósitos de la dictadura, autollamada “Directorio Militar”, del general Miguel Primo de Rivera Orbaneja, era acabar con el contrabando y la defraudación mediante el endurecimiento de las sanciones penales y administrativas. La experiencia histórica ha dado como lecciones aprendidas que las medidas represivas, por muy justas y necesarias que sean, si no van acompañadas de medidas económicas, sociales y educativas, están abocadas al más estrepitoso fracaso.
No habían transcurrido siquiera cinco meses de su golpe de estado, cuando se dictó el real decreto de 16 de febrero de 1924, referenciado en un capítulo anterior, disponiendo que quedasen modificados determinados artículos y párrafos de la ley de contrabando y defraudación, de fecha 3 de septiembre de 1904, reformada por la de 18 de julio de 1922, es decir, hace un siglo.
El inicio de su exposición, algo retórica y rebuscada, reflejaba sin embargo la sensación real que entonces se vivía en la sociedad de la época respecto al contrabando y la defraudación. Según se hacía constar, ambas actividades ilícitas se producían “al amparo de la tolerancia de una opinión pública extraviada que sólo considera herida en sus funciones a la sociedad de que forma parte cuando se trata de delitos contra las personas o contra la propieda privada, sin alcanzar a penetrar la gravedad de unos delitos que atacan a la existencia económica misma del estado y de la industria y el trabajo nacionales”.
Era por ello que con la modificación que se introducía en la normativa vigente mencionada, se pretendía que el “castigo siga con la mayor prontitud a la transgresión penable, a fin de conseguir la máxima ejemplaridad”. Acertadas palabras pero que por sí solas no eran suficientes.
Como el proceso penal era lento se proponía potenciar la vía administrativa, aumentando la cuantía dentro de la cual la legislación entonces vigente consideraba los actos de contrabando y defraudación como constitutivos de faltas y penables por la Administración. De esa forma se reservaba la competencia judicial para aquellos actos de la indicada naturaleza que, por su gran importancia y cuantía, no era posible exceptuarlos de los procedimientos que regían la persecución de delitos y que forzosamente eran más complicados y dilatorios que los administrativos, “por la necesidad de rodearlos de las mayores garantías posibles para los inculpados”.
Consecuencia y compensación del aumento que se disponía de la cuantía de las faltas, era la agravación de las penalidades establecidas en la ley. Por otra parte, complemento de la reforma, había de ser la separación clara y terminante de las expresadas faltas de los delitos conexos que con ellas pudieran concurrir, a fin de que conocieran solamente de éstos los tribunales de lo criminal, así como “la regulación de la prisión subsidiaria en los casos de insolvencia para que sea aquélla verdaderamente eficaz e ineludible”. Es decir, que quien no pudiera hacer frente a la sanción económica impuesta, penase proporcionalmente a la cuantía con la privación de su libertad.
Respecto a la acción represora, que se consideraba necesario intensificar, se había propuesto agilizar la distribución de los premios entre la fuerza aprehensora, haciendo aquélla posible antes de que los fallos que declarasen las responsabilidades se hiciesen firmes, “por no caber contra ellos recurso alguno en vía administrativa, judicial ni contencioso-administrativa, mediante la constitución de un seguro en la Dirección general de Aduanas, para el que sirva de prima un descuento que deberán sufrir dichos premios, y con el que se responderá a los interesados de los reembolsosque puedan acordarse por resoluciones absolutorias, así como también de las indemnizaciones de perjuicios que los Tribunales acuerden, sin que en ningún caso puedan alcanzar al Estado responsabilidades civiles ni subsidiarias”.
Otra innovación para estimular la acción represora, ejercida principalmente por el Cuerpo de Carabineros, era que en los casos de aprehensiones de efectos de contrabando o defraudación, pudieran dejar de ser éstos de ser conducidos, “con las consiguientes molestias y pérdidas de tiempo para las fuerzas aprehensoras, a la capital de la provincia, depositándose y subastándose, llegado el caso, en la Aduana más proxima, si su valor no llega a 1.000 pesetas, o en el Ayuntamiento inmediato al lugar de la aprehensión, si el importe es inferior a 250 pesetas”. Significar a este respecto que el sueldo mensual de una carabinero en 1924 era poco más de esa última cifra.
Por otra parte, entre las diferentes medidas adoptadas en el mentado real decreto y que afectaba expresamente al Campo de Gibraltar, estaba la atribución al juzgado de instrucción de Algeciras (entonces sólo había uno en dicho partido judicial), para tramitar los sumarios de contrabando y defraudación, “puesto, que, existiendo un Abogado del Estado en destino de plantilla, no había razón alguna para que los numerosos sumarios procedentes de aquel Juzgado hubiesen de ir a la capital de la provincia”.
Por último, se incorporaba al texto, las reglas para la exacción de las multas en que incurriesen las empresas de transportes terrestres o marítimos establecidas en el real decreto de 2 de septiembre de 1922, en el cual se reglamentaban los preceptos de la ley que modificaba la legislación aplicable a los delitos de contrabando y defraudación.
Tal y como ya se expuso con anterioridad, los actos u omisiones constitutivos de contrabando se reputarían delitos, tras la entrada en vigor del real decreto de 1924, siempre que el valor de los efectos estancados o prohibidos excedieran de 5.000 pesetas. De no exceder de esa cifra se reputarían como faltas. Y serían constitutivos de delitos de defraudación siempre que la cuantía de los derechos defraudados excediera de 25.000 pesetas, siendo tipificados como faltas si no alcanzaba dicha cifra.
Dado que el Campo de Gibraltar era una de las zonas del territorio español más afectada y perjudicada por la lacra del contrabando, como consecuencia de las actividades ilícitas procedentes de la colonia británica del Peñón, también hubo el propósito de fortalecer la presencia y despliegue sobre el terreno de las fuerzas de Carabineros. Sobre éstas vale la pena recordar y lamentar que padecían unos acuartelamientos, llamados “casetas” en su argot interno, aún peores que las casas-cuarteles de la Guardia Civil de la época.
Es por ello que supuso una grata noticia la publicación en la “Gaceta de Madrid” del real decreto de 9 de febrero de 1926, mediante el cual, a propuesta del ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo, se autorizó a la Dirección General de Carabineros, a cuyo frente se encontraba el teniente general José María de Olaguer-Felíu Ramírez, para anunciar a subasta pública la construcción de una casa-cuartel para las fuerzas de la Comandancia de Algeciras destacadas en “Torre-Carboneras”, enclavado en el municipio de San Roque.
El proyecto y presupuestos habían sido aprobados por real orden del Ministerio de la Guerra de 28 de enero de 1924, cuyo importe de 253.560 pesetas debía ser satisfecho en dos anualidades, la primera de 169.040 pesetas con cargo al presupuesto de 1925-26, y la segunda de 84.520 pesetas, “con cargo al crédito que para estas atenciones se figure en el presupuesto para 1926-27”. Mandaba la Comandancia el teniente coronel Rafael Mariano Montserrat.
(Continuará).
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