Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 29 de agosto de 2022, pág. 12.
El original está ilustrado con dos fotografías en color.
Continuando con el nuevo texto penal en materia de contrabando y defraudación, aprobado por real decreto-ley de 14 de enero de 1929, y que entraría en vigor a partir del 6 de febrero siguiente, hay algunas cuestiones interesantes de reseñar.
En su extensa exposición de motivos resultaba significativa la reflexión que hacía respecto a “que se prescinda de la pena subsidiaria de arresto o prisión establecida actualmente para los casos de insolvencia del reo”, ya que “sería incompatible aquel principio con la posibilidad de descontar de antemano la ineficacia de la pena, ya que en esta clase de infracciones más ha de fiarse para prevenirlas en el temor a la sanción que en la reprobación de la propia conciencia y aún de la conciencia social, mientras no lleguen tiempos en que, afinada la sensibilidad colectiva, reaccione ésta ante el agravio al patrimonio de todos con igual intensidad que ante el patrimonio de uno”.
Es decir, si por una parte el contrabandista o defraudador era insolvente económicamente, motivo por el cual no abonaba multa alguna y, por otra parte, dejaba de haber privación de libertad sustitutoria, ello se terminaría traduciendo en impunidad, máxime cuando no existía una conciencia social de reproche hacia el contrabandista o defraudador por sus actos ilícitos.
Otra reflexión que se introducía en dicha exposición y afectaba directamente a la fuerza aprehensora, que solía pertenecer al Cuerpo de Carabineros, y más si se trataba del Campo de Gibraltar, era la controvertida cuestión de los premios económicos que en la actualidad, conforme a la normativa vigente, y desde hace unas décadas, ya no se perciben.
Conforme a la legislación existente hasta 1929 correspondía a los aprehensores, “la totalidad de las multas en los casos de contrabando, y en los de defraudación, toda la porción de las mismas que constituya multa propiamente dicha”. Ello tenía dos consecuencias. La primera era que la participación en la multa no fuese siempre “un premio al esfuerzo o al celo del titulado descubridor, sino que represente un derecho, encuadrado, en muchos casos, tan sólo por el azar”. Y la segunda, “la exagerada cuantía, en ocasiones, de semejante participación, que puede algunas veces determinar súbitos enriquecimientos notoriamente desproporcionados con la labor realizada”. Si el valor económico del contrabando aprehendido era muy elevado el premio en metálico a percibir por los aprehensores o descubridores sería entonces también muy elevado.
El propósito de la nueva normativa, entre otras cuestiones, además de reducir las cuantías de los premios, era que se recompensase económicamente con el nuevo porcentaje que correspondiese de las multas, “a los aprehensores siempre y a los descubridores cuando efectivamente deban ser calificados así, o sea, cuando el descubrimiento se deba a actos, iniciativas, o gestiones que, excediendo del mero cumplimiento de los deberes oficiales, revelen notorio celo en el servicio”. Con la nueva normativa se reducirían sensiblemente tanto las cuantías de los premios como los casos en que había derecho a los mismos.
La facultad discrecional para declarar si había lugar o no a la concesión de premio pasaba a recaer en la Administración, estableciéndose una escala progresiva decreciente para los casos en que la participación correspondiente a aprehensores o descubridores y denunciantes, en su caso, excediese de 100.000 pesetas. A tal efecto hay que recordar que el sueldo mensual de un carabinero en 1929 era inferior a 300 pesetas.
Por otra parte y coincidiendo en el tiempo con el centenario de la creación del Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras por real decreto de 9 de marzo de 1829, se procedió a reconocer por fin su abnegada y meritoria labor benemérita.
Por real decreto de 7 de septiembre de 1929 se concedería al Cuerpo de Carabineros la gran cruz de la Orden de la Beneficencia, con distintivo negro y blanco. Fue otorgada por Alfonso XIII, “por los innumerables actos y servicios abnegados, humanitarios y heroicos que los individuos pertenecientes al mismo han realizado con motivo de incendios, inundaciones y salvamento de náufragos”. Se trató de la primera y única recompensa colectiva recibida en los cien años de existencia que acababa de cumplir dicho Instituto del Ejército.
Los orígenes de tan prestigiosa Orden se remontan al reinado de Isabel II. Fue creada por real decreto de 17 de mayo de 1856, como consecuencia de las epidemias de cólera y otras calamidades que afligieron a España durante el bienio 1854-1855. Su finalidad fue premiar a todas las clases de la sociedad que dieran señaladas pruebas de abnegación en el socorro a sus semejantes.
Dicha Orden dependía del Ministerio de la Gobernación y fue reorganizada por real decreto de 30 de diciembre de 1857. Estaba destinada, conforme se establecía en su artículo 1º, “a premiar los actos heroicos de virtud, abnegación, de caridad, y los servicios eminentes que cualquier individuo de ambos sexos realice durante una calamidad permanente o fortuita, mediante los cuales se haya salvado o intentado salvar la fortuna, la vida o la honra de las personas; se hayan disminuido los efectos de un siniestro, o haya resultado algún beneficio trascendental y positivo a la humanidad”.
Posteriormente, por real decreto de 21 de julio de 1910, se refundió con la Cruz de Epidemias, que había sido creada por real orden de 15 de agosto de 1838, pasando a ser desde entonces conocida sólo por el nombre de la Orden Civil de la Beneficencia. Su prestigio y crédito ante la Sociedad, eran tales que incluso la Segunda República, tras proclamarse el 14 de abril de 1931, la asumió y mantuvo a pesar de proceder del régimen monárquico, no desapareciendo como así le ocurrió a otras distinciones honoríficas.
Respecto al mentado distintivo negro y blanco, pues había otros distintivos de diferentes colores en función de los méritos contraídos, eran acreedores, según el texto de 1910, sólo aquellas personas o instituciones en quienes concurrieran alguna de las circunstancias siguientes: “Los que durante una calamidad permanente o fortuita hayan salvado o intentado salvar la vida, la fortuna o la honra de las personas, con riesgo de su vida propia. Los que con repetidos actos de abnegación, virtud o caridad y perjuicio positivo para ellos mismos, hayan realizado positivos beneficios para otro. Los que con cualquier motivo hayan llevado a cabo un acto que merezca la calificación de heroico. Y los que excediéndose de su deber estricto, hayan puesto en riesgo su vida para asegurar la paz y tranquilidad de sus conciudadanos, defender el orden o exigir el cumplimiento de las leyes”.
No transcurriría siquiera un mes de su concesión al Cuerpo de Carabineros, cuando por real decreto de 4 de octubre de 1929 dicha recompensa, en su modalidad colectiva, se le otorgó también al de la Guardia Civil, que desde su creación en 1844 venía siendo popularmente denominado con el sobrenombre de “la Benemérita”.
Hasta entonces dicha recompensa, con carácter colectivo, tan sólo la ostentaban muy pocas unidades, entidad regimiento, del Ejército, pero no toda una Institución. Tras integrarse Carabineros, al entrar en vigor la ley de 15 de marzo de 1940, en la Guardia Civil, ésta pasó a ser doblemente benemérita.
(Continuará)