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miércoles, 30 de marzo de 2022

LA GUARDIA CIVIL EN SAN ROQUE (CXII). LA ABSORCIÓN DEL CUERPO DE CARABINEROS (14).


   Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 28 de marzo de 2022pág. 13.


El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.

 


Por real decreto de 14 de marzo de 1922, siendo Francisco Bergamín García, ministro de Hacienda, se derogó el de 23 de octubre de 1894. Citado en capítulos anteriores, este texto fue uno de los más beligerantes que se dictaron para evitar el contrabando procedente de la colonia británica de Gibraltar. Sin embargo, no llegó a tener siquiera dos años de plenitud pues por real decreto de 30 de agosto de 1896 fue rectificado, por no decir cercenado, en aquello que más perjudicaba los intereses comerciales del Peñón.

Tal y como se afirmaba en la exposición de motivos del nuevo texto de 1922, se reconocía que las disposiciones contenidas en el de 1894, “encaminadas a la persecución del fraude en la zona denominada Campo de Gibraltar”, fueron de eficaz efecto en aquella fecha. Aunque no lo dijera expresamente se refería al periodo en que dicho real decreto todavía no había sido mutilado y remendado. 

Desde entonces habían transcurrido casi tres décadas. Y tal y como se seguía exponiendo, “sus preceptos, en la parte que subsiste, son hoy la única legislación aplicable al tráfico y vigilancia de dicha región, por cierto de características excepcionales, y que, por lo tanto reclaman medidas adecuadas a su índole y condición”.

Curiosamente el nuevo texto de 1922 omitía cualquier referencia al sonrojante real decreto de 1896, como si nunca hubiera existido. En él, tal y como se expuso en el capítulo anterior, se concedían diversos privilegios fiscales a los habitantes del Peñón y sobretodo a su guarnición militar.

También reconocía que si bien en el texto de 1894 figuraba el cargo de “Inspector de Aduanas del Campo de Gibraltar” también se afirmaba que había sido suprimido posteriormente. Sin embargo, no especificaba el rango ni la fecha de la resolución derogatoria, seguramente porque sobre algunas cuestiones más valía no dar detalles.

Lo que realmente había sucedido, y no se contaba, era que aprovechando un traslado de destinos se había suprimido la única plaza de inspector de aduanas que existía en el Campo de Gibraltar. El servicio aduanero por supuesto permanecía pero su nuevo responsable sería ya de inferior categoría, lo cual restaba aparente importancia a la singular problemática de esa zona.

Se aprovechó que por real decreto de 4 de febrero de 1919, el entonces inspector especial de Aduanas en Algeciras, que se llamaba Galo García-Baquero González, con categoría de “Jefe de Administración” de 3ª clase, fue nombrado “Inspector de muelles y almacenes de la Aduana de Irún”, en Guipúzcoa, manteniendo igual categoría y clase. Era ministro de Hacienda interino, sin perjuicio de ostentar la cartera de Fomento, José Gómez-Acebo Cortina, ya que su titular, Fermín Calbetón Blanchón, se encontraba enfermo. 

Ello en principio no hubiera tenido por si sólo importancia alguna ya que se trataba de un cambio de destino más al igual que había sucedido anteriormente con sus predecesores en el cargo a lo largo de esa década: Juan Ordóñez Cáceres, Luis Latorre Chacolá, Francisco Beltrán de Pablo Blanco, Luis Torá Martín y Antonio García López. Hay que significar que fue con de Pablo, cuando por real decreto de 30 de diciembre de 1912, se dispuso que el “Inspector de Aduanas en el Campo de Gibraltar” pasase a ser denominarse “Inspector especial de Aduanas”, de Algeciras, manteniendo las mismas atribuciones y categoría.

Sin embargo, resultó que en el mentado real decreto por el que destinaba a Irún a García-Baquero, se disponía también que su plaza, en vez de quedar vacante para que fuese ocupada inmediatamente por otro funcionario como solía suceder habitualmente, pasaba a ser amortizada. Todo ello de conformidad con lo dispuesto en la real orden de 20 de septiembre de 1918, mediante la que se reorganizaban las plantillas del Cuerpo de Aduanas.

Dos semanas antes se había aprobado mediante otro real decreto un nuevo reglamento general de funcionarios civiles de la Administración del Estado. En virtud del mismo se procedió a una reducción de plantillas para incrementar el sueldo de los funcionarios que quedasen, siendo necesario por lo tanto amortizar un importante número de vacantes. Para su cumplimiento se dispuso que determinado porcentaje de las plazas que se fueran liberando por quedar sin su titular, sin importar la causa, se procediese a su supresión.

Tal medida era lógica y entendible ya que al no haber aumento presupuestario sólo amortizando plazas se podían elevar los salarios de los funcionarios que continuasen su carrera. Ello exigía una adecuada planificación para llevar a cabo una reorganización que fuese eficaz y eficiente .

Sin embargo, paradójica y sorprendentemente, la plaza del inspector especial de Aduanas en Algeciras, cuya jurisdicción era el Campo de Gibraltar, fue una de las amortizadas. Si bien en aquella época el puerto de Algeciras no tenía el importante movimiento comercial que tiene actualmente, ¿cómo era posible que se suprimiese un cargo de tanta relevancia en una zona que era de las más afectadas en España por el contrabando y el fraude?.

Es por ello, que sin mencionarse en el real decreto de 1922 todo lo anteriormente expuesto, sí se afirmaba al menos en su exposición que los servicios que prestaba el suprimido inspector de aduanas del Campo de Gibraltar, “hoy se echan de menos, por lo que su reposición es de inaplazable necesidad”. Razón por la cual se procedía seguidamente a ello.

Continuando con el propósito de enmienda, se dispuso también, para ayudar al inspector en sus funciones, la creación de una plaza de subinspector. En el texto se precisaba igualmente que, “para ejercer con toda autoridad la inspección de las Aduanas de su demarcación”, debían procurar, dada la índole del servicio que les estaba encomendado, que conservasen “la actividad y energía física que no es frecuente a la edad en que por término medio, se llega a las escalas superiores del personal administrativo”. Para el inspector se fijó la categoría de jefe de administración de 3ª clase y para el subinspector la de jefe de negociado de 1ª clase.

Otra importante novedad que se introdujo en el reiterado texto de 1922 era que el inspector de aduanas dejaría de estar a las órdenes directas del comandante militar del Campo de Gibraltar, que por aquel entonces era el general de división José Villalba Riquelme. En 1894 tenía su lógica dicha dependencia ya que no existía entonces en aquella zona más autoridad de Hacienda que la del mentado mando militar. Pero en 1922, el ministro de Hacienda tenía su representación directa en la figura del “Delegado regio”, existiendo además un servicio de Inspección General de Aduanas, cuya jurisdicción alcanzaba toda la Península.

Concretamente, por real decreto de 20 de diciembre de 1921 se establecieron las “Delegaciones regias para la represión del contrabando”, al objeto de unificar los servicios necesarios para ello. Una real orden de 5 de enero siguiente, creó una “Delegación regia” con jurisdicción en las provincias de Almería, Cádiz con su Campo de Gibraltar, Granada y Málaga. Cuatro días después fue nombrado para ello Carlos Blanco Pérez, auditor general del Ejército, consejero del Supremo de Guerra y Marina y antiguo inspector general de Seguridad de Madrid.

(Continuará).

 

 

miércoles, 23 de marzo de 2022

LA GUARDIA CIVIL EN SAN ROQUE (CXI). LA ABSORCIÓN DEL CUERPO DE CARABINEROS (13).


 Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 21 de marzo de 2022pág. 14.


El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.

 

 

Como ya se expuso, por real decreto de 30 de agosto de 1896 se rectificó el de 23 de octubre de 1894. El objetivo era muy claro: ampliar la habilitación de la Aduana de La Línea de la Concepción en beneficio de los intereses comerciales de la colonia británica de Gibraltar así como conceder amplios privilegios a su población en general y a su guarnición militar en particular. 

Transcurrido un lustro, y ya perdidos nuestros territorios de Ultramar, tuvo su primera modificación, no para restringirlo sino para incrementar los privilegios comerciales británicos. La real orden de 2 de junio de 1900 amplió la habilitación existente para importar habas secas desde el Peñón. En 1896 se autorizó para trigo, judías, guisantes y arroz.

Tres años más tarde algunos comerciantes de La Línea solicitaron que se habilitase la aduana para la importación de cebada procedente de la colonia, “en atención a que los elevados precios que actualmente alcanza en el país dicho cereal imposibilita su adquisición, resultando onerosa la compra en Gibraltar por tener que realizar el adeudo de las expediciones en la Aduana de Algeciras y transportarlas desde este último punto a La Línea”. 

Consecuente con ello, por real orden de 21 de octubre de 1903, se amplió su importación directa desde el Peñón. Con el pretexto de que los comerciantes linenses se ahorrasen los portes entre ambas ciudades los que realmente salieron beneficiados otra vez más fueron los británicos. 

Éstos consiguieron dos objetivos. Uno era de carácter moral y que revestía gran importancia, pues daban un paso más en su estrategia de puesta en valor de su propia aduana terrestre al conseguir que se despachase con la de La Línea, un tipo de mercancía más. El otro objetivo era de carácter económico, pues los portes de exportación vía terrestre eran inferiores a los de vía marítima, razón por la cual el precio de la cebada que ellos importaban de fuera de Gibraltar para reexportar seguidamente a España, tenía un precio final más competitivo. 

También es importante significar que dicha cebada, como el resto de mercancías que se importaban a través de la Aduana de La Línea, no estaba sólo destinada al consumo exclusivo de las necesidades de dicha ciudad, sino que también se distribuía en el mercado peninsular. 

La tercera ampliación, visto lo visto, no se hizo esperar. Esta vez transcurrieron sólo tres semanas. Comerciantes e industriales de La Línea solicitaron que se les autorizase importar también garbanzos, maíz, alpiste y arbejones, “fundando la petición en las dificultades que se oponen al abastecimiento de dichos artículos, tanto por la escasez de ellos en el país, cuanto por lo costoso que resulta su transporte desde los puntos habilitados”. Es decir, desde Algeciras. Por real orden de 17 de noviembre siguiente, no sólo se les autorizó, sino que se dispuso, “para evitar análogas reclamaciones”, que se extendiese a toda clase de cereales y legumbres.

La cuarta ampliación se produjo casi cinco años más tarde. Fue propuesta por uno de los ciudadanos más ilustres de La Línea en aquella época. Se trataba de Luis Ramírez Galuzo que había sido alcalde de la ciudad en varias ocasiones. En 1921 le sería concedido por sus servicios prestados el ingreso en la “Excelentísima Orden del Imperio Británico”. En 1908 era comerciante y propietario de una fábrica de pastas para sopa en La Línea. Solicitó que se habilitase la aduana, “para la importación de la fécula de patata necesaria para su industria, que actualmente se ve obligado a importar por la de Algeciras, irrogándole por tal motivo gastos innecesarios de arrastre que dificultan el desarrollo económico de su fabricación”.

Dicha instancia fue remitida al inspector de aduanas del Campo de Gibraltar, quien la informó favorablemente, “manifestando que no hay inconveniente alguno en acceder a ella, con la condición de que la fécula de patata se presente al despacho consignada precisamente al solicitante y con destino a su fábrica de pastas para sopa”. Dado que se consideró que con su concesión no se producía perjuicio alguno al erario público y se favorecía el desarrollo de la industria nacional, se dispuso finalmente su aprobación por real orden de 24 de septiembre de 1908.

No obstante, hay que significar que los privilegios concedidos a los británicos residentes en la colonia de Gibraltar no sólo se circunscribieron a La Línea sino que también existieron para sus desplazamientos lúdicos a la plaza de Ceuta. Concretamente se les había eximido de los impuestos de desembarque y embarque de viajeros siempre que se tratasen de viajes de recreo, modificándose a tal efecto lo dispuesto en las ordenanzas generales de aduanas. 

Los hechos detonantes que dieron lugar a ello se remontaban al 29 de mayo de 1884. Un centenar de militares británicos de la guarnición del Peñón, acompañados de sus familiares, se desplazaron de excursión a Ceuta, previa autorización del ministerio de la Guerra español. Se devengaron entonces la cantidad total de 353 pesetas en concepto de tales impuestos. Las ordenanzas aduaneras citadas así lo establecían para todos los puertos españoles habilitados, incluidos los de las islas Baleares y Canarias junto a los de Ceuta, Melilla y Chafarinas. 

Dicho pago no debió ser del agrado de los excursionistas procedentes de Gibraltar y protestaron ante las autoridades militares españolas que les habían autorizado ir a Ceuta. A pesar de que toda persona que desembarcase o embarcase en los puertos españoles estaba obligado al abono de dicho impuesto, nuestro propio ministerio de la Guerra se apresuró, curiosamente, “a manifestar la conveniencia de eximir del pago de los citados derechos a los vecinos de Gibraltar que vayan a Ceuta en viaje de recreo, comprendiendo desde luego la exención a los individuos ya expresados”.

El sorprendente razonamiento que se expuso para la justificación de dicho privilegio se publicó en el real decreto de 16 de febrero de 1889. La reina regente María Cristina de Habsburgo-Lorena, autorizó al ministro de Hacienda, Venancio González Fernández, para presentar a las Cortes un proyecto de ley sobre condonación de dichos impuestos a los componentes de la guarnición británica del Peñón así como, por extensión, al resto de sus habitantes. 

Textualmente se expuso que, “la adopción de aquella medida ocasionaría muy leve quebranto a la Hacienda, y en cambio redundará a favor del comercio y vecinos de Ceuta, estrechando las relaciones, así mercantiles como de orden social, entre los mismos y los de Gibraltar, favoreciendo los viajes a Ceuta, abandonados desde que se establecieron los derechos en cuestión, y concediendo en justa compensación a la libertad que el Gobierno de S.M.B. (Su Majestad Británica) otorga a los españoles de visitar la fortaleza de Gibraltar, la de que los súbditos ingleses residentes en la misma puedan con igual beneficio visitar la plaza de Ceuta”.

Realmente cuesta entender que para justificar otro privilegio, del que carecían los propios españoles, se alegase que como los británicos nos dejaban entrar sin cobrar a la colonia de Gibraltar, nosotros debíamos hacer lo mismo con Ceuta, “en justa compensación”. Craso error eso de equiparar la plaza española de Ceuta con la usurpada de Gibraltar …

(Continuará).

 

 

viernes, 18 de marzo de 2022

LA GUARDIA CIVIL EN SAN ROQUE (CX). LA ABSORCIÓN DEL CUERPO DE CARABINEROS (12).

 

Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 14 de marzo de 2022pág. 14.


El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.

 

 

Debió ser realmente eficaz la aplicación del real decreto de 23 de octubre de 1894, dictado expresamente por el ministerio de Hacienda para evitar el contrabando procedente de la colonia británica de Gibraltar.

Y lo debió ser por las numerosas críticas que recibió, especialmente desde el Peñón, pues cuando se quejaban desde allí, o provocaban que se hiciese desde aquí, bien seguro era porque les molestaba o perjudicaba sus intereses. La mejor prueba de ello fue que no llegó a cumplir los dos años de vigencia en plenitud, pues fue rectificado por otro, fechado el 30 de agosto de 1896.

Tal y como se reconocía en su exposición, el texto de 1894 “fue un ensayo que llevó, dentro de sus necesidades (se refería a las de la Aduana de La Línea de la Concepción), eficaces remedios para corregir determinados abusos y para mejorar la marcha del servicio de vigilancia aduanera en aquel territorio”. Es decir, del Campo de Gibraltar.

A renglón seguido se continuaba exponiendo que “la experiencia ha demostrado que algunas de las reclamaciones a que la citada mediada dio ocasión, como la da siempre todo lo que altera sistemas o modifica costumbres, aunque éstas sean perjudiciales, pueden ser atendidas en beneficio de los intereses del comercio y sin menoscabo de los de la Hacienda pública”.

Pero la justificación no se detenía ahí, sino que proseguía con toda naturalidad. Una vez reconocido el asunto continuaba afirmando que no había dificultad alguna en resolver positivamente las peticiones, quejas o recomendaciones recibidas, pues da igual como el lector desee definirlas o llamarlas. 

El caso es que tal y como continúaba el nuevo texto de 1896, “no hay dificultad en satisfacerlas, favoreciendo así el crecimiento de la corriente mercantil en cuanto lo permite y autoriza la inalterable decisión del Gobierno en mantener los principios que inspiraron aquella acertada medida, cuyos efectos van progresivamente desarrollándose”.

La breve exposición autojustificativa de lo que se avecinaba, concluía asegurando que con el nuevo real decreto se acrecentaría, “la armonía que debe existir entre intereses perfectamente compatibles, ensanchando, en cuanto cabe, el régimen administrativo de la mencionada Aduana, y con él las relaciones que el comercio legal de la comarca tenga con la plaza”. Es decir, dicho con otras palabras, se procedía a “contemporizar” con los intereses británicos de la colonia.

No hay que olvidar que el texto de 1894 establecía que la Aduana de La Línea quedaría limitada “al aforo y adeudo de las pequeñas cantidades de artículos necesarios para el consumo de una familia durante una semana”. Es por ello que lo primero que se dispuso en el nuevo texto de 1896, fue ampliar la habilitación de dicha aduana para la importación desde el Peñón, de carbones y “cok”, abonos de todas clases, cal, cemento, yeso, materiales de construcción, maderas, hierro en lingotes y en barras, tubos, planchas, columnas, alambre y clavos, ferretería en general, herramientas, hoja de lata, maquinaria, pintura ordinaria, loza y cristal, muebles, arroz, almidón, judias, guisantes, trigo, harina de trigo y equipaje de viajeros. 

Evidentemente nada de ello se fabricaba o producía en la colonia británica pero era de sumo interés comercial para ellos que La Línea fuera la puerta de entrada en España de esos productos que previamente se desembarcaban en el puerto de Gibraltar, en vez de hacerse directamente, por ejemplo, en el de Algeciras.

Mucho más curiosa es la habilitación de la aduana linense, “para la importación, previo pago de derechos de los comestibles y bebidas que introduzca la guarnición de Gibraltar en sus giras campestres o partidas de caza”. Nada de consumir productos españoles adquiridos en comercios del Campo de Gibraltar, y principalmente en el término municipal de San Roque que era donde solían desarrollar los militares británicos sus actividades lúdicas.

Pero la rectificación de la normativa anterior de 1894, tan restrictiva para los intereses coloniales, no se contentaba sólo con ello sino que también se habilitaba a la aduana de La Línea para, “la libre entrada y salida de caballos de paseo y de perros de caza, con solo un permiso temporal y renovable, en el que conste su reseña, siempre que las Autoridades de Gibraltar expidan una certificación haciendo constar que aquéllos son de la propiedad y para recreo de la persona que pida el permiso”. Eso sí, lo que no se permitía era transportar mercancias de ninguna clase cuando se salía en caballo o carruaje a pasear. 

Por supuesto, todos los despachos de mercancías autorizadas en dicha aduana debían verificarse “por medio de declaraciones y en la forma general prevenida en las Ordenanzas generales de la renta”.

Tan “extraordinario” real decreto, dictado realmente en beneficio de los intereses de la colonia británica de Gibraltar, terminaba concluyendo que por parte del ministerio de Hacienda debían dictarse las prevenciones necesarias para el cumplimiento de lo dispuesto. Todo ello, tras dejar perfectamente claro que, “quedan en toda su fuerza y vigor las demás disposiciones del Real Decreto de 23 de octubre de 1894, incluso las referentes al adeudo de las pequeñas cantidades de artículos necesarios para el consumo de cada familia durante una semana”. 

Con eso, por si existía la más mínima duda, se dejaba perfectamente claro que las rectificaciones recogidas en el nuevo real decreto de 30 de agosto de 1896 eran exclusivamente para favorecer los intereses de la colonia británica, pero en absoluto de los muy necesitados de las poblaciones españolas de su entorno como eran las de La Línea y San Roque.

Evidentemente, tal y como el lector habrá supuesto, el ministro de Hacienda de 1896 no era el mismo de 1894. El titular de dicha cartera en el primer real decreto era Amós Salvador Rodrigáñez, ya referido en capítulos anteriores y que había presentado su dimisión, siendo aceptada el 17 de diciembre de ese mismo año. 

Dicho día fue nombrado para sustituirle José Canalejas Méndez, todo ello bajo la presidencia del liberal Práxedes Mateo Sagasta. Éste dimitió a su vez el 23 de marzo de 1895 con todo su consejo de ministros, siendo sustituido inmediatamente por el conservador Antonio Cánovas del Castillo, que sería asesinado dos años después. 

Para ocupar la cartera de Hacienda nombró a un diputado afín de larga trayectoria política, Juan Navarro Reverter. Éste había sido anteriormente director general de contribuciones indirectas, vocal de la junta de aranceles y valoraciones, vicepresidente de la comisión general española y subsecretario de Hacienda, además de miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Es decir, tenía una sólida formación y experiencia, además de suficiente conocimiento para haber continuado la firme política fiscal contra el contrabando procedente de la colonia británica, iniciada por Amós Salvador.

Sin embargo, eran tiempos convulsos y complicados para España, cuestión siempre oportunamente aprovechada en beneficio propio desde el Peñón. La Gaceta de Madrid iba publicando aquellos años la aprobación de créditos extraordinarios destinados para “completar las obras de atrincheramiento del campo exterior de Melilla”, objeto de recientes ataques, y atender nuestras prioritarias necesidades militares de Ultramar que terminarían en “desastre”. No eran tiempos por lo tanto de disgustar a los británicos…

(Continuará).

 

sábado, 12 de marzo de 2022

EFEMÉRIDES: 11 DE MARZO DE 1803. NACIMIENTO DE FRANCISCO JAVIER GIRÓN Y EZPELETA, II DUQUE DE AHUMADA, ORGANIZADOR DEL CUERPO DE LA GUARDIA CIVIL Y PRIMER INSPECTOR GENERAL DEL MISMO.

Efemérides redactada por Jesús Núñez, e ilustrada con 2 fotografías en color, para la Sección de Magacín, correspondiente al mes de Marzo de 2022, de la Web de la Academia de las Ciencias y las Artes Militares

 



11 DE MARZO DE 1803



Nacimiento de Francisco Javier Girón y Ezpeleta, II Duque de Ahumada, organizador del Cuerpo de la Guardia Civil y primer Inspector General del mismo.

 

En el seno de una familia noble y de acreditada tradición militar, nació a las cuatro de la tarde del 11 de marzo de 1803, en el Palacio del Virrey de Navarra, sito en la ciudad de Pamplona, un varón al que se puso los nombres de Francisco Javier, María de la Paz, Bernardo, José, Juan Neupomuceno, Eulogio y Leandro. Sus apellidos fueron los de Girón Ezpeleta Las Casas Enrile.

 

Se trataba del único hijo que tuvo el matrimonio formado por Pedro Agustín Girón de Las Casas y María de la Concepción de Ezpeleta Enrile. Él era entonces teniente coronel de la 3ª División de Granaderos de Andalucía. Con el transcurso del tiempo alcanzaría el empleo de teniente general (1814) y llegaría a ser nombrado ministro de la Guerra (1820). Fue I duque de Ahumada y IV marqués de Las Amarillas.

 

El recién nacido era nieto, por línea paterna, de Jerónimo Morejón Girón Moctezuma e Isabel de Las Casas Aragorri. Él era entonces teniente general y desde 1797 el virrey de Navarra. Ella era hermanastra del teniente general Francisco Javier Castaños Aragorri. Éste era entonces comandante general del Campo de Gibraltar y sería capitán general, además de I duque de Bailén, en reconocimiento a la insigne victoria que las armas españolas alcanzarían cinco años después en la batalla de Bailén contra el invasor francés en la Guerra de la Independencia.

 

Por línea materna era nieto de José de Ezpeleta Galdeano Beire y de María de la Paz Enrile Alcedo. Él era teniente general y llegaría a alcanzar el empleo de capitán general. Era I conde de Ezpeleta de Beire, habiendo sido capitán general en Cuba (1785-1789), virrey de Nueva Granada (1789-1796) y Castilla La Nueva (1797-1798). Ella era hija del marqués de Casa Enrile, Jerónimo Enrile Guerci. Uno de los hermanos de ella, Pascual Enrile Alcedo, llegaría a ser brigadier de la Armada (1814) y teniente general del Ejército (1829) así como capitán general de Filipinas (1829-1835). Respecto a los hijos varones de dicho matrimonio, y hermanos por lo tanto de María de la Concepción de Ezpeleta Enrile, merece especial mención Joaquín de Ezpeleta Enrile, que sería también capitán general de Cuba (1838-1840), alcanzaría también el empleo de teniente general (1836) y sería ministro de la Guerra y de Marina (1852). Sus otros tres hermanos, Fermín, José María y Francisco Javier, alcanzarían igualmente el empleo de teniente general. El primero sería también ministro de la Guerra (1858).

 

Según partida de bautismo, expedida el 5 de enero de 1903, por el presbítero Pío Idoy Apezteguía, párroco de la de San Juan Bautista de la Catedral de Pamplona, Francisco Javier Girón Ezpeleta fue bautizado el 13 de marzo de 1803 en dicho templo por el canónigo Miguel Marco, en virtud de comisión verbal del vicario general castrense. El padrino fue su abuelo materno, teniente general José de Ezpeleta Galdeano Beire. Como curiosidad, significar que fue el primer bautizo que se llevó a cabo en la pila nueva que acababa de instalarse en la catedral, tal y como consta expresamente en la mentada partida de bautismo.

 

Francisco Javier Girón Ezpeleta, tras la muerte de su padre en 1842, que le había transferido en 1835 el título de marqués de las Amarillas, pasó a ostentar, tras las formalidades correspondientes, el título de duque de Ahumada. Seguidamente, y habiendo contraido en 1834 matrimonio con Nicolasa de Aragón Arias de Saavedra, procedió a su vez a transferir el título de las Amarillas a su hijo primogénito Pedro Agustín Girón Aragón, entonces menor de edad y que llegaría a alcanzar el empleo de general de división (1892).

 

Por real orden de 15 de abril de 1844, siendo mariscal de campo y desempeñando el cargo de Inspector General del Ejército, sería comisionado como Director de la Organización de la Guardia Civil. Dicho Cuerpo acababa de ser creado por real decreto de 28 de marzo. Tras ser organizado por real decreto de 13 de mayo siguiente en base a sus propuestas, sería nombrado Inspector General del mismo por real decreto de 1º de septiembre siguiente.

 

 

 

 

 

jueves, 10 de marzo de 2022

LA GUARDIA CIVIL EN SAN ROQUE (CIX). LA ABSORCIÓN DEL CUERPO DE CARABINEROS (11).

Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 7 de marzo de 2022,  pág. 8.


El original está ilustrado con una fotografía en color.

 


El articulado del real decreto de 23 de octubre de 1894, conteniendo disposiciones para evitar el contrabando en los municipios de la bahía de Algeciras, era breve, preciso y conciso. Es decir, estaba escrito en castellano antiguo, tal y como antes se solía decir.

En primer lugar se decretaba que desde el 1º de noviembre de dicho año, la habilitación asignada en las ordenanzas fiscales a la Aduana de La Línea de la Concepción para importar mercancías en el extranjero, es decir, la colonia británica de Gibraltar, quedaría limitada “al aforo y adeudo de las pequeñas cantidades de artículos necesarios para el consumo de una familia durante una semana”. Incluso las que portasen las personas que cruzasen la “Verja”.

El propósito era muy claro. El gobierno español no quería impedir que los millares de personas que diariamente iban a trabajar desde los municipios de La Línea y de San Roque, pudiesen adquirir en el Peñón los productos necesarios para su manutención y la de sus familias. En unos casos, aquellos eran de menor precio en sus localidades de residencia, y en otros, simplemente no había disponibilidad de ellos. Pero lo que bajo ningún concepto se quería, era que el porte individualizado, pero continuado y masivo, de esos géneros, se convirtiese en contrabando para su venta ilícita en el resto del territorio nacional. 

Con ello se pretendía acabar con el “matute”. No se quería que una parte de los habitantes de la zona viviera de ese tipo de contrabando que tanto perjudicaba al comercio nacional y a las arcas del Tesoro. Por ello se decretó también que la circulación en el Campo de Gibraltar de conservas alimenticias, dulces, petróleo, jabón, bujías y abanicos, se regiría por lo dispuesto en el real decreto de 23 de marzo de 1893, citado en capítulos anteriores. 

Las guías de circulación que se expidiesen en cualquier parte del territorio nacional o de esa zona, con arreglo a dicho real decreto, no producirían cargo “en las cuentas corrientes del comercio de Algeciras más que en el caso de que las mecancías sean conducidas en ferrocarril a dicha ciudad”.

Igualmente se decretó, conforme a lo establecido en las ordenanzas de aduanas, que debía ejercerse una vigilancia especial sobre las operaciones de comercio que se practicasen en la barriada sanroqueña de Puente Mayorga y sobre la fábrica de harinas allí existente.

A su vez, los ministerios de la Guerra y Marina debían dictar las disposiciones convenientes para que por los resguardos terrestre y marítimo, se ejerciese “la mayor vigilancia y la más enérgica represión del contrabando y el fraude en el Campo de Gibraltar”. 

Respecto al ministerio de Gracia y Justicia se disponía que “se excitará el celo de aquellas Autoridades judiciales para el más exacto cumplimiento de lo dispuesto en el art. 65 del Real Decreto de 20 de junio de 1852”, el cual ya fue expuesto en el capítulo anterior.

Al ministerio de Estado, es decir, al de Asuntos Exteriores, se le ordenaba que continuase activamente “las gestiones iniciadas para la represión del contrabando sobre la base de una inteligencia entre las Autoridades de la plaza de Gibraltar y las del Campo del mismo nombre”. Éste, posiblemente fuera el más importante de todos los artículos y hubiera sido el más eficaz si entonces se hubiese obtenido una respuesta positiva y de colaboración sincera por parte de los responsables de la colonia británica. La realidad fue bien diferente.

Por otra parte se encomendaba también a los ministerios de la Guerra y Fomento que prosiguiesen el estudio de aquellas medidas que se considerasen necesarias adoptar para complementar lo ya dispuesto. 

Junto a dicho articulado se aprobaron igualmente una serie de instrucciones adjuntas, relativas al servicio a cargo del inspector de aduanas en el Campo de Gibraltar. Éste debía fijar su residencia habitual en la ciudad de Algeciras para ejercer las funciones de fiscalización y vigilancia en todo lo referente al ramo de Aduanas como “Auxiliar especial” del comandante general, el cual era el delegado del ministerio de Hacienda en esa zona.

El citado inspector sustituiría al administrador principal de aduanas de la provincia de Cádiz en todo lo que se refiriese al mentado servicio de fiscalización y vigilancia de las aduanas de Algeciras, La Línea de la Concepción, Puente Mayorga y Tarifa. Igualmente en las demarcaciones de dichas aduanas y en la zona de fiscalización comprendida en los partidos judiciales de Algeciras y San Roque.

En lo referente al mentado servicio, el inspector se entendería directamente con la Dirección General de Aduanas, con el comandante general del Campo de Gibraltar, con los jefes de las Comandancias de Carabineros de Algeciras y Estepona, con el jefe del Apostadero de Algeciras (por aquel entonces contaba con las lanchas cañoneras de la Marina de Guerra “Aguila”, “Atrevida” y “Tarifa” para perseguir el contrabando por mar procedente de Gibraltar) y con el cónsul de España en Gibraltar. 

Otra misión que se le encomendaba al inspector de aduanas era la de ejercer su vigilancia personal en las estaciones de ferrocarril enclavadas dentro de la zona fiscal del ya mentado real decreto de 1893, “aunque el servicio en ellas esté confiado a carabineros del Reino”. 

También debía ejercer su vigilancia en las barcas de Palmones y Guadarranque, en Puente Mayorga y en las entradas de la ciudad de Algeciras, “estableciendo en dichos puntos el servicio que estime conveniente, de acuerdo con la Comandancia de Carabineros, para poder conocer en todo tiempo las mercancías que hayan transitado por aquellos puntos”. Para el resto de actos del servicio dependería del administrador principal de Cádiz.

Otra obligación asignada al inspector, además de practicar una personal vigilancia en los servicios de la Aduana de Algeciras, era la de asistir en reemplazo de los administradores de las aduanas de La Línea y Algeciras, “a las Juntas de parificación de valores y cuantas para asuntos del servicio se celebren bajo la presidencia del Sr. Comandante general del Campo”.

También debía visitar personalmente, por lo menos una vez a la semana, las aduanas de La Línea y Puente Mayorga. En ella tenía que inspeccionar “los servicios de dichas oficinas, interviniendo sus libros y los despachos, así como también las cuentas que la Aduana de Puente Mayorga debe llevar a la fábrica de harinas allí establecida”. 

Finalmente el inspector debía de llevar un libro diario de operaciones, foliado y sellado con el de la dirección general del ramo, en el que estaba obligado a anotar diariamente los servicios que practicaba, “con los resultados obtenidos e incidencias que en los mismos hayan surgido”. Mensualmente debía dar cuenta a su dirección general y al comandante general del Campo de Gibraltar, “del estado en que se hallen los servicios, de las deficiencias que se noten en ellos, de las reformas que proceda introducir, así como de los demás extremos prescritos en la circular de la Dirección general de Aduanas fecha 13 de Septiembre de 1893”.

Todas esas medidas recogidas en el mentado real decreto de 1894 estaban más que justificadas “para corregir determinados abusos”, pero pronto llegaron las quejas ...

(Continuará).

 

jueves, 3 de marzo de 2022

LA GUARDIA CIVIL EN SAN ROQUE (CVIII). LA ABSORCIÓN DEL CUERPO DE CARABINEROS (10).


 Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 28 de febrero de 2022pág. 12.


El original está ilustrado con una fotografía en color.


 

El real decreto de 23 de octubre de 1894, citado en capítulos anteriores, hacía expresa referencia al de 20 de junio de 1852, “sobre jurisdicción de Hacienda y represión de los delitos de contrabando y defraudación”. Este disponía que su persecución estaría especialmente a cargo de “las autoridades, empleados y resguardos de la Hacienda pública”. Realmente ello no constituía novedad alguna ya que era una copia literal de lo consignado en la ley de 3 de mayo de 1830.

También se disponía en el texto de 1852, que tenían obligación de perseguir dichos delitos las autoridades civiles y militares en sus respectivos territorios, “las tropas del ejército de mar y tierra y toda fuerza pública armada”, cuando fueran requeridas por las autoridades de Hacienda, sorprendieran infraganti a los delincuentes o, “les fuere notorio algún delito de contrabando o defraudación, y pudieran realizar preventivamente la aprehensión, no hallándose presentes los agentes del fisco, a quienes compete este acto preferentemente”.

El trascendental artículo 65 disponía que: “Los promotores fiscales están obligados bajo su más estrecha responsabilidad a denunciar, no solo los casos de contrabando o defraudación que les sean conocidos, sino a iniciar el correspondiente proceso criminal contra los que por su método de vida infundieran vehementes sospechas de ocuparse habitualmente en el contrabando”.

Tan referido decreto supuso también la creación de los juzgados de Hacienda, al margen de los de la jurisdicción ordinaria. El de la provincia de Cádiz se fijó en Algeciras ya que el contrabando y fraude que se padecía en aquella, procedía principalmente de la colonia británica de Gibraltar. Una real orden, fechada el 27 de ese mes, reguló el consiguiente tránsito del sistema hasta entonces existente de procedimientos en las causas de contrabando y defraudación, impartiéndose las correspondientes instrucciones. 

No fue un proceso sencillo ni la nueva normativa estuvo exenta de polémica, originándose fuertes críticas en determinados sectores del ámbito judicial, pero sobre todo en el de la abogacía.

Sin perjuicio de lo publicado en algunos periódicos de la época destacó, por ser la más combativa, razonada y representativa, la extensa obra titulada “Observaciones acerca del Real Decreto de 20 de Junio de 1852 sobre Jurisdicción de Hacienda y represión de los delitos de contrabando y defraudación”. Fue editada en Madrid en 1853 pero sin hacer constar la identidad del autor o autores.

Muy crítica en muchos aspectos con la nueva norma, lo fue especialmente con el mentado artículo 65. En su opinión lo que se disponía era muy grave, “de incalculable trascendencia” y expuesta a “ocasionar atentados contra la seguridad individual”. 

Consideraba que los delitos no podían perseguirse por sospechas (aunque fueran vehementes) sino que debían probarse “antes de proceder contra los presuntos reos”. Cuestionaba severamente que el proceso criminal se principiara “por la indagación de la conducta del que sea sospechoso de ocupación habitual al contrabando”. En la obra se exponía que era “inconveniente e injusto”. De hecho, se continuaba afirmando que, “sería una pesquisa general, prohibida con razón por las leyes comunes, y que no alcanzará a justificar ninguna razón especial para los asuntos de la Hacienda”.

Como desde la propia obra no se podía instar “a los empleados de la Hacienda”, a la insumisión, sí se les rogaba que “atiendan mucho a lo que se debe a la seguridad individual, y que antes de causar una denuncia contra persona determinada, reunan la prueba de que existe un delito, y justificantes o indicios de que una persona cierta es la sospechosa de criminal”. 

Qué dificil era hace más de siglo y medio, y lo sigue siendo en la actualidad, acreditar la conducta delictiva de una persona sospechosa de contrabando por ostentosa exhibición y disfrute de bienes materiales cuya titularidad no le consta. Da igual que sean de un valor económico muy superior al de sus ingresos lícitos, si es que los tiene, y por muy escandaloso y notoriamente público que sea. Hay que probarlo. El reproche social es una cosa y el penal otra.

No obstante, a pesar de las críticas, el texto de 1852 estaría vigente más de medio siglo. Concretamente hasta el real decreto de 3 de septiembre de 1904, sobre reforma de la legislación penal y procesal en materia de contrabando. 

Otra medida que aprobó el gobierno de 1852, presidido por Juan Bravo Murillo, que a su vez era tambien el ministro de Hacienda, fue la de recompensar económicamente la diligencia, el esmero y la eficacia de los componentes del Cuerpo de Carabineros del Reino en su lucha contra el contrabando y el fraude fiscal. Su inspector general era el teniente general Cayetano de Urbina Daoiz.

Fechado el 13 de agosto de dicho año, el nuevo real decreto comenzaba afirmando que el servicio que prestaban era tan “importante y penoso”, requiriendo “un celo y una actividad tales”, que merecían recompensas proporcionadas. 

Ya con anterioridad se había dispuesto que pudieran percibir incentivos económicos de este tipo, dispensando a la clase de tropa de aquellos gastos que disminuían sus haberes, por cierto muy modestos por decirlo de forma delicada. También se había dispuesto, al objeto de darles una continuidad laboral tras cumplir la edad reglamentaria, que las plazas de aduaneros se proveyeran exclusivamente con personal procedente del Cuerpo de Carabineros, como premio “a la honradez y al celo”.

Según se establecía en dicho texto, el producto líquido de los comisos procedentes de aprehensiones hechas, “de géneros o efectos de prohibido comercio y por defraudación de los lícitos”, sería aplicado  a la fuerza aprehensora, “sin deducción de parte alguna para la Hacienda cuando sean aprehendidos con reo o reos”. Caso de que no los hubiera, “se deducirán de dicho comiso los derechos que por arancel correspondan a los de lícito comercio”. Si el género de contrabando aprehendido no fuera de comercio permitido, se le consideraría en tal caso nacionalizado, pagando el 30% “ad valorem”. Las multas que se impusieran con arreglo a la ley penal vigente en materia de contrabando o fraude, se aplicaría a favor de la fuerza aprehensora.

Del valor íntegro del género aprehendido o decomisado se deduciría únicamente los gastos que hubieran ocasionado su conducción y custodia, el importe del papel sellado que se invirtiera en el expediente, “y la cuota correspondiente al denunciador, si lo hubiere”. Es decir, el premio económico que se daba al confidente que había alertado del contrabando o fraude. El resto se distribuía entre la fuerza aprehensora.

Al objeto de que los actuantes percibiesen sin demora el importe del comiso debía procederse, “acto continúo”, vía gubernativa, “a su declaración y al reconocimiento, tasación, venta pública, liquidación y distribución, dejando la aplicación de las multas y demás que pueda corresponderles para la conclusión de las causas en los Tribunales”. Ya por entonces los procedimientos atestaban los juzgados y tardaban en resolverse, constituyendo un mal endémico al no existir el número de órganos judiciales que realmente se precisaba. Otro mal endémico.

Para hacer frente a la recompensa económica por aprehensión de géneros de contrabando, se dispuso la deducción de 2.572.600 reales en la parte de comisos prevista en el presupuesto del Estado para 1852.

(Continuará).