Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR", 24 de enero de 2022, pág. 10.
El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.
Hace casi un siglo el problema del contrabando procedente de la colonia británica de Gibraltar era tan acuciante y perjudicial para la Hacienda española que se dictó el real decreto de 14 de marzo de 1922. Seis días antes había sido nombrado presidente del gobierno, el abogado y periodista José Sánchez-Guerra Martínez, un político conservador con fama de resolutivo.
En la exposición de esa norma se ponían en valor las disposiciones del real decreto de 23 de octubre de 1894, “encaminadas a la persecución del fraude en la zona denominada Campo de Gibraltar”, reconociendo que “fueron de eficaz efecto en aquella fecha, y sus preceptos, en la parte que subsiste, son hoy la única legislación aplicable al tráfico y vigilancia de dicha región, por cierto de características excepcionales, y que, por lo tanto, reclaman medidas adecuadas a su índole y condición”.
Si claro era el mentado real decreto de 1922, mucho más lo era aún el de 1894, dictado siendo Práxedes Mariano Mateo-Sagasta Escolar, presidente del consejo de ministros, además de ingeniero de caminos y jefe del Partido Liberal. La persecución del contrabando nunca fue cuestión de ideologías conservadoras o progresistas sino de voluntades políticas.
El texto de 1894 era claro y directo: “La situación topográfica de las poblaciones enclavadas en la bahía de Algeciras, por su proximidad a la plaza de Gibraltar, favorece de tal manera el contrabando y el fraude, que tan ilícito tráfico ha venido a constituir la ocupación habitual de millares de personas, y a determinar en La Línea de la Concepción un aumento de población que sin esta causa sería inexplicable”.
A este respecto hay recordar que dicho municipio, antigua aldea “Línea de Gibraltar”, de casi 20 kmô de extensión, se había emancipado de San Roque en 1870 con un censo de 330 vecinos. Tres décadas después el número de habitantes se había multiplicado por cien y seguiría creciendo. Ese incremento desmesurado de población, ajena en su mayor parte al antiguo Campo de San Roque, impediría desde el inicio, a las sucesivas corporaciones locales, poder canalizar, organizar y regularizar el ordenado desarrollo urbano que hubiese sido de desear.
También algunas barriadas de San Roque como Campamento de Benalife y Puente Mayorga, vieron incrementada, aunque en menor porcentaje, su número de vecinos por los mismos motivos.
En el mentado texto de 1894 se reconocía que el Ministerio de Hacienda llevaba esforzándose mucho tiempo, “en atajar un mal tan hondo, realizando estudios y acordando medidas encaminadas a conseguir este fin”. Igualmente aseguraba que al surimirse una década antes la zona fiscal y las guías de circulación, “se desarrolló en el Campo de Gibraltar una gran corriente de defraudación, principalmente en géneros coloniales, conservas alimenticias, perfumería y otras muchas mercancías gravadas con crecidos derechos arancelarios, cuya defraudación ha privado al Erario de cuantiosos ingresos”.
Tras exponerse el notorio perjuicio que causaba tan ilícita actividad al comercio local se afirmaba que “la bahía de Algeciras presenta grandes facilidades a los alijos fraudulentos”. Igualmente se reconocía que el hecho de no exigirse desde 1884, documento alguno para la circulación de géneros de tal modo introducidos, “la vigilancia de los Reguardos era fácilmente burlada”. Entre estos se encontraba como el de mayor entidad numérica y despliegue territorial, el Cuerpo de Carabineros del Reino, constituido por sus fuerzas de infantería, caballería y de mar.
Mientras los comerciantes honrados abonaban todos los impuestos establecidos por la legislación vigente para la venta de sus productos, incluidos los aduaneros, no sucedía lo mismo con la mercancía de “matute”. Ello, además de causar un grave perjuicio a la hacienda pública, constituía una competencia desleal.
Para hacer frente a esa situación se habían ido adoptando diferentes medidas. Entre ellas destacaba el restablecimiento de la zona de fiscalización en las costas y fronteras de todo el territorio nacional, llevado a cabo por real decreto de 23 de marzo de 1893.
Dos años antes, concretamente el 10 de noviembre de 1891, se había dictado otro real decreto, “en virtud del cual debían acompañarse con certificado de adeudo los géneros llamados coloniales y algunas otras mercancías para circular dentro de una zona fronteriza de 10 kilómetros de radio, debiendo justificarse con un vendí la conducción por la misma zona de las mercancías de producción nacional similares a las sujetas a certificado”.
Dicha disposición tuvo suma trascendencia. Las Ordenanzas de Aduana aprobadas por decreto de 15 de julio de 1870 habían abolido las guías y precintos, declarando libre la circulación de las mercancías en todo territotorio español. La única excepción fue para los tejidos y ropas hechas, “que en una zona no menor de 20 kilómetros ni mayor de 25 debían conservar el sello de marchamo, si eran extranjeras, y la marca de fábrica siendo nacionales”.
Sin embargo, “el Gobierno de la República, estimando como humillante y depresiva para su propio prestigio la ruinosa e insostenible competencia que al comercio legal hacían los defraudadores, dispuso en 30 de Mayo de 1873, cediendo a los clamores del comercio, que fuera obligatoria en toda España la conservación del sello marchamo de los tejidos y ropas y la exhibición de la guía de circulación de los géneros llamados coloniales dentro de la zona fiscal”.
Dicho criterio se mantuvo hasta la aprobación de las nuevas “Ordenanzas Generales de las Rentas de Aduanas”, por real decreto de 19 de noviembre de 1884, “que redujeron la defensa de la renta al uso de marchamo y la marca de fábrica respecto de algunos artículos, y suprimieron la zona fiscal en todo el territorio de la Monarquía”.
En dichas Ordenanzas se detallaron las aduanas marítimas y terrestres de la Península e islas Baleares, con indicación de la clase a que cada una correspondía y la habilitación que disfrutaba para el despacho de mercancías. En nuestra provincia sólo era de 1ª clase marítima (aduanas habilitadas para el comercio de importación, exportación, cabotaje y tránsito), la de Cádiz.
De 2ª clase (aduanas habilitadas para el comercio de exportación en general, excepto galenas, litargirios y plomos, que se exportaban por las que expresamente se designasen; para cabotaje y para importar del extranjero y de las provincias españolas ultramarinas los envases destinados a exportar mercancías), estaban las de Bonanza en Sanlúcar de Barrameda (para azufre, carbón de piedra, duelas, flejes, granos, harinas y legumbres) y Algeciras (para aceite de linaza, aceite de pescado y sus borras, aguarrás, carbón mineral, colores en polvo, hilazas, hojas de lata y chapa de hierro, humo de pez, sebo, granos, harinas, legumbres, ganado vacuno, cueros al pelo y pieles esquilmadas de todas clases con destino a las fábricas de curtidos del país, y para el adeudo por medio de recibos talonarios de los efectos que traigan los viajeros en sus equipajes cuando los derechos no excedieran de 250 pesetas).
De 3ª clase (aduanas habilitadas para el comercio de exportación en general excepto las mentadas galenas, litargirios y plomos; para cabotaje y para la importación de los envases que se introdujesen para exportar mercancías), estaban las de Jerez de la Frontera, Puente Mayorga en San Roque, Puerto de Santa María, San Fernando, Tarifa y Vejer de la Frontera.
(Continuará).
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