Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 28 de febrero de 2022, pág. 12.
El original está ilustrado con una fotografía en color.
El real decreto de 23 de octubre de 1894, citado en capítulos anteriores, hacía expresa referencia al de 20 de junio de 1852, “sobre jurisdicción de Hacienda y represión de los delitos de contrabando y defraudación”. Este disponía que su persecución estaría especialmente a cargo de “las autoridades, empleados y resguardos de la Hacienda pública”. Realmente ello no constituía novedad alguna ya que era una copia literal de lo consignado en la ley de 3 de mayo de 1830.
También se disponía en el texto de 1852, que tenían obligación de perseguir dichos delitos las autoridades civiles y militares en sus respectivos territorios, “las tropas del ejército de mar y tierra y toda fuerza pública armada”, cuando fueran requeridas por las autoridades de Hacienda, sorprendieran infraganti a los delincuentes o, “les fuere notorio algún delito de contrabando o defraudación, y pudieran realizar preventivamente la aprehensión, no hallándose presentes los agentes del fisco, a quienes compete este acto preferentemente”.
El trascendental artículo 65 disponía que: “Los promotores fiscales están obligados bajo su más estrecha responsabilidad a denunciar, no solo los casos de contrabando o defraudación que les sean conocidos, sino a iniciar el correspondiente proceso criminal contra los que por su método de vida infundieran vehementes sospechas de ocuparse habitualmente en el contrabando”.
Tan referido decreto supuso también la creación de los juzgados de Hacienda, al margen de los de la jurisdicción ordinaria. El de la provincia de Cádiz se fijó en Algeciras ya que el contrabando y fraude que se padecía en aquella, procedía principalmente de la colonia británica de Gibraltar. Una real orden, fechada el 27 de ese mes, reguló el consiguiente tránsito del sistema hasta entonces existente de procedimientos en las causas de contrabando y defraudación, impartiéndose las correspondientes instrucciones.
No fue un proceso sencillo ni la nueva normativa estuvo exenta de polémica, originándose fuertes críticas en determinados sectores del ámbito judicial, pero sobre todo en el de la abogacía.
Sin perjuicio de lo publicado en algunos periódicos de la época destacó, por ser la más combativa, razonada y representativa, la extensa obra titulada “Observaciones acerca del Real Decreto de 20 de Junio de 1852 sobre Jurisdicción de Hacienda y represión de los delitos de contrabando y defraudación”. Fue editada en Madrid en 1853 pero sin hacer constar la identidad del autor o autores.
Muy crítica en muchos aspectos con la nueva norma, lo fue especialmente con el mentado artículo 65. En su opinión lo que se disponía era muy grave, “de incalculable trascendencia” y expuesta a “ocasionar atentados contra la seguridad individual”.
Consideraba que los delitos no podían perseguirse por sospechas (aunque fueran vehementes) sino que debían probarse “antes de proceder contra los presuntos reos”. Cuestionaba severamente que el proceso criminal se principiara “por la indagación de la conducta del que sea sospechoso de ocupación habitual al contrabando”. En la obra se exponía que era “inconveniente e injusto”. De hecho, se continuaba afirmando que, “sería una pesquisa general, prohibida con razón por las leyes comunes, y que no alcanzará a justificar ninguna razón especial para los asuntos de la Hacienda”.
Como desde la propia obra no se podía instar “a los empleados de la Hacienda”, a la insumisión, sí se les rogaba que “atiendan mucho a lo que se debe a la seguridad individual, y que antes de causar una denuncia contra persona determinada, reunan la prueba de que existe un delito, y justificantes o indicios de que una persona cierta es la sospechosa de criminal”.
Qué dificil era hace más de siglo y medio, y lo sigue siendo en la actualidad, acreditar la conducta delictiva de una persona sospechosa de contrabando por ostentosa exhibición y disfrute de bienes materiales cuya titularidad no le consta. Da igual que sean de un valor económico muy superior al de sus ingresos lícitos, si es que los tiene, y por muy escandaloso y notoriamente público que sea. Hay que probarlo. El reproche social es una cosa y el penal otra.
No obstante, a pesar de las críticas, el texto de 1852 estaría vigente más de medio siglo. Concretamente hasta el real decreto de 3 de septiembre de 1904, sobre reforma de la legislación penal y procesal en materia de contrabando.
Otra medida que aprobó el gobierno de 1852, presidido por Juan Bravo Murillo, que a su vez era tambien el ministro de Hacienda, fue la de recompensar económicamente la diligencia, el esmero y la eficacia de los componentes del Cuerpo de Carabineros del Reino en su lucha contra el contrabando y el fraude fiscal. Su inspector general era el teniente general Cayetano de Urbina Daoiz.
Fechado el 13 de agosto de dicho año, el nuevo real decreto comenzaba afirmando que el servicio que prestaban era tan “importante y penoso”, requiriendo “un celo y una actividad tales”, que merecían recompensas proporcionadas.
Ya con anterioridad se había dispuesto que pudieran percibir incentivos económicos de este tipo, dispensando a la clase de tropa de aquellos gastos que disminuían sus haberes, por cierto muy modestos por decirlo de forma delicada. También se había dispuesto, al objeto de darles una continuidad laboral tras cumplir la edad reglamentaria, que las plazas de aduaneros se proveyeran exclusivamente con personal procedente del Cuerpo de Carabineros, como premio “a la honradez y al celo”.
Según se establecía en dicho texto, el producto líquido de los comisos procedentes de aprehensiones hechas, “de géneros o efectos de prohibido comercio y por defraudación de los lícitos”, sería aplicado a la fuerza aprehensora, “sin deducción de parte alguna para la Hacienda cuando sean aprehendidos con reo o reos”. Caso de que no los hubiera, “se deducirán de dicho comiso los derechos que por arancel correspondan a los de lícito comercio”. Si el género de contrabando aprehendido no fuera de comercio permitido, se le consideraría en tal caso nacionalizado, pagando el 30% “ad valorem”. Las multas que se impusieran con arreglo a la ley penal vigente en materia de contrabando o fraude, se aplicaría a favor de la fuerza aprehensora.
Del valor íntegro del género aprehendido o decomisado se deduciría únicamente los gastos que hubieran ocasionado su conducción y custodia, el importe del papel sellado que se invirtiera en el expediente, “y la cuota correspondiente al denunciador, si lo hubiere”. Es decir, el premio económico que se daba al confidente que había alertado del contrabando o fraude. El resto se distribuía entre la fuerza aprehensora.
Al objeto de que los actuantes percibiesen sin demora el importe del comiso debía procederse, “acto continúo”, vía gubernativa, “a su declaración y al reconocimiento, tasación, venta pública, liquidación y distribución, dejando la aplicación de las multas y demás que pueda corresponderles para la conclusión de las causas en los Tribunales”. Ya por entonces los procedimientos atestaban los juzgados y tardaban en resolverse, constituyendo un mal endémico al no existir el número de órganos judiciales que realmente se precisaba. Otro mal endémico.
Para hacer frente a la recompensa económica por aprehensión de géneros de contrabando, se dispuso la deducción de 2.572.600 reales en la parte de comisos prevista en el presupuesto del Estado para 1852.
(Continuará).
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