Artículo escrito por Jesús Núñez y publicado en "EUROPA SUR" el 14 de marzo de 2022, pág. 14.
El original está ilustrado con una fotografía en blanco y negro.
Debió ser realmente eficaz la aplicación del real decreto de 23 de octubre de 1894, dictado expresamente por el ministerio de Hacienda para evitar el contrabando procedente de la colonia británica de Gibraltar.
Y lo debió ser por las numerosas críticas que recibió, especialmente desde el Peñón, pues cuando se quejaban desde allí, o provocaban que se hiciese desde aquí, bien seguro era porque les molestaba o perjudicaba sus intereses. La mejor prueba de ello fue que no llegó a cumplir los dos años de vigencia en plenitud, pues fue rectificado por otro, fechado el 30 de agosto de 1896.
Tal y como se reconocía en su exposición, el texto de 1894 “fue un ensayo que llevó, dentro de sus necesidades (se refería a las de la Aduana de La Línea de la Concepción), eficaces remedios para corregir determinados abusos y para mejorar la marcha del servicio de vigilancia aduanera en aquel territorio”. Es decir, del Campo de Gibraltar.
A renglón seguido se continuaba exponiendo que “la experiencia ha demostrado que algunas de las reclamaciones a que la citada mediada dio ocasión, como la da siempre todo lo que altera sistemas o modifica costumbres, aunque éstas sean perjudiciales, pueden ser atendidas en beneficio de los intereses del comercio y sin menoscabo de los de la Hacienda pública”.
Pero la justificación no se detenía ahí, sino que proseguía con toda naturalidad. Una vez reconocido el asunto continuaba afirmando que no había dificultad alguna en resolver positivamente las peticiones, quejas o recomendaciones recibidas, pues da igual como el lector desee definirlas o llamarlas.
El caso es que tal y como continúaba el nuevo texto de 1896, “no hay dificultad en satisfacerlas, favoreciendo así el crecimiento de la corriente mercantil en cuanto lo permite y autoriza la inalterable decisión del Gobierno en mantener los principios que inspiraron aquella acertada medida, cuyos efectos van progresivamente desarrollándose”.
La breve exposición autojustificativa de lo que se avecinaba, concluía asegurando que con el nuevo real decreto se acrecentaría, “la armonía que debe existir entre intereses perfectamente compatibles, ensanchando, en cuanto cabe, el régimen administrativo de la mencionada Aduana, y con él las relaciones que el comercio legal de la comarca tenga con la plaza”. Es decir, dicho con otras palabras, se procedía a “contemporizar” con los intereses británicos de la colonia.
No hay que olvidar que el texto de 1894 establecía que la Aduana de La Línea quedaría limitada “al aforo y adeudo de las pequeñas cantidades de artículos necesarios para el consumo de una familia durante una semana”. Es por ello que lo primero que se dispuso en el nuevo texto de 1896, fue ampliar la habilitación de dicha aduana para la importación desde el Peñón, de carbones y “cok”, abonos de todas clases, cal, cemento, yeso, materiales de construcción, maderas, hierro en lingotes y en barras, tubos, planchas, columnas, alambre y clavos, ferretería en general, herramientas, hoja de lata, maquinaria, pintura ordinaria, loza y cristal, muebles, arroz, almidón, judias, guisantes, trigo, harina de trigo y equipaje de viajeros.
Evidentemente nada de ello se fabricaba o producía en la colonia británica pero era de sumo interés comercial para ellos que La Línea fuera la puerta de entrada en España de esos productos que previamente se desembarcaban en el puerto de Gibraltar, en vez de hacerse directamente, por ejemplo, en el de Algeciras.
Mucho más curiosa es la habilitación de la aduana linense, “para la importación, previo pago de derechos de los comestibles y bebidas que introduzca la guarnición de Gibraltar en sus giras campestres o partidas de caza”. Nada de consumir productos españoles adquiridos en comercios del Campo de Gibraltar, y principalmente en el término municipal de San Roque que era donde solían desarrollar los militares británicos sus actividades lúdicas.
Pero la rectificación de la normativa anterior de 1894, tan restrictiva para los intereses coloniales, no se contentaba sólo con ello sino que también se habilitaba a la aduana de La Línea para, “la libre entrada y salida de caballos de paseo y de perros de caza, con solo un permiso temporal y renovable, en el que conste su reseña, siempre que las Autoridades de Gibraltar expidan una certificación haciendo constar que aquéllos son de la propiedad y para recreo de la persona que pida el permiso”. Eso sí, lo que no se permitía era transportar mercancias de ninguna clase cuando se salía en caballo o carruaje a pasear.
Por supuesto, todos los despachos de mercancías autorizadas en dicha aduana debían verificarse “por medio de declaraciones y en la forma general prevenida en las Ordenanzas generales de la renta”.
Tan “extraordinario” real decreto, dictado realmente en beneficio de los intereses de la colonia británica de Gibraltar, terminaba concluyendo que por parte del ministerio de Hacienda debían dictarse las prevenciones necesarias para el cumplimiento de lo dispuesto. Todo ello, tras dejar perfectamente claro que, “quedan en toda su fuerza y vigor las demás disposiciones del Real Decreto de 23 de octubre de 1894, incluso las referentes al adeudo de las pequeñas cantidades de artículos necesarios para el consumo de cada familia durante una semana”.
Con eso, por si existía la más mínima duda, se dejaba perfectamente claro que las rectificaciones recogidas en el nuevo real decreto de 30 de agosto de 1896 eran exclusivamente para favorecer los intereses de la colonia británica, pero en absoluto de los muy necesitados de las poblaciones españolas de su entorno como eran las de La Línea y San Roque.
Evidentemente, tal y como el lector habrá supuesto, el ministro de Hacienda de 1896 no era el mismo de 1894. El titular de dicha cartera en el primer real decreto era Amós Salvador Rodrigáñez, ya referido en capítulos anteriores y que había presentado su dimisión, siendo aceptada el 17 de diciembre de ese mismo año.
Dicho día fue nombrado para sustituirle José Canalejas Méndez, todo ello bajo la presidencia del liberal Práxedes Mateo Sagasta. Éste dimitió a su vez el 23 de marzo de 1895 con todo su consejo de ministros, siendo sustituido inmediatamente por el conservador Antonio Cánovas del Castillo, que sería asesinado dos años después.
Para ocupar la cartera de Hacienda nombró a un diputado afín de larga trayectoria política, Juan Navarro Reverter. Éste había sido anteriormente director general de contribuciones indirectas, vocal de la junta de aranceles y valoraciones, vicepresidente de la comisión general española y subsecretario de Hacienda, además de miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Es decir, tenía una sólida formación y experiencia, además de suficiente conocimiento para haber continuado la firme política fiscal contra el contrabando procedente de la colonia británica, iniciada por Amós Salvador.
Sin embargo, eran tiempos convulsos y complicados para España, cuestión siempre oportunamente aprovechada en beneficio propio desde el Peñón. La Gaceta de Madrid iba publicando aquellos años la aprobación de créditos extraordinarios destinados para “completar las obras de atrincheramiento del campo exterior de Melilla”, objeto de recientes ataques, y atender nuestras prioritarias necesidades militares de Ultramar que terminarían en “desastre”. No eran tiempos por lo tanto de disgustar a los británicos…
(Continuará).
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